sábado, 25 de julio de 2020

Entre Azul y Galicia, un mar de historias...

Historias y Personajes del Azul

Entre Azul y Galicia, un mar de historias...


Por Eduardo Agüero Mielhuerry


San Santiago Apóstol, llamado también San Santiago el Mayor fue uno de los doce apóstoles de Jesucristo. Era hijo de Zebedeo y hermano de San Juan Evangelista, autor del cuarto de los Evangelios y otro de los doce apóstoles. Los dos hermanos eran pescadores del mar de Galilea, donde los reclutó Jesucristo; desde entonces, Santiago formó parte del círculo más cercano al maestro.
Después de la crucifixión de Jesús, el apóstol Santiago se dedicó a predicar la nueva fe, contribuyendo a la difusión del cristianismo en occidente. Una tradición española no documentada supone que Santiago viajó a Hispania para predicar por encargo del propio Jesucristo y que se le apareció la Virgen María en Zaragoza (en el lugar en donde luego se levantó la basílica del Pilar). Santiago murió decapitado durante las persecuciones contra los cristianos que ordenó el rey de Judea, Herodes Agripa I (es el único apóstol cuyo martirio aparece recogido en los Hechos de los Apóstoles).
Según otra tradición medieval, su cuerpo llegó hasta Galicia y fue enterrado en el Campus Stellae, cerca de Padrón; allí se erigió un templo en el siglo IX, hacia el cual se encaminaron las peregrinaciones del “Camino de Santiago”; en torno al templo y a las peregrinaciones surgió la ciudad de Santiago de Compostela.
Santiago fue tenido por patrono de la reconquista cristiana de la Península contra el islam (dando nombre a una importante orden militar) y, ya en la época contemporánea, tanto la Virgen del Pilar como el propio Santiago se convirtieron en símbolos nacionales de España.
Su festividad se conmemora el 25 de julio de cada año, pero la misma no es una celebración exclusiva de Galicia, sino que se ha expandido por el mundo, en cada rincón donde ha llegado algún gallego que a pesar de haber dejado atrás su tierra natal, atesora en su corazón un pedacito de sus orígenes.


Argentina, tierra de oportunidades…


La Revolución Industrial en distintos países de Europa implicó cambios profundos en la producción de diversas mercaderías y en el transporte en general. Con el ferrocarril y el barco a vapor se facilitó el movimiento de trabajadores hacia lugares donde la creciente producción agrícola o industrial lo requería. Así se multiplicaron las corrientes migratorias tanto domésticas dentro del continente europeo como de ultramar, mayormente hacia América. Argentina -al igual que Estados Unidos, Canadá, Brasil o Uruguay-, está considerada como un país de inmigración, cuya sociedad ha sido influida en buena medida por el alto impacto que generó el fenómeno inmigratorio masivo, que tuvo lugar a partir de mediados del siglo XIX.
A esta visión positiva de la “ola inmigratoria” que recibiera nuestro país, debemos agregarle aquellas “oleadas” impulsadas por los distintos conflictos bélicos suscitados en el “Viejo Continente”. En estos casos, aquellos que huían de las miserias de las guerras llegaban a nuestras tierras dispuestos a reconstruir sus vidas en donde no sólo se prometía prosperidad económica sino también paz.


Con las puertas abiertas de par en par


Argentina constituyó uno de los principales países receptores de la gran corriente emigratoria europea, que tuvo lugar durante el período que transcurre desde 1875 hasta 1950, aproximadamente. El impacto de esta emigración europea transoceánica, que en América fue muy grande, en la Argentina fue particularmente intenso por la cantidad de inmigrantes recibidos y por la escasa población existente en el territorio, de hecho, en el primer censo de 1869 la población argentina no alcanzaba a 2 millones de habitantes.
Las primeras colonias rurales de inmigrantes tuvieron lugar bajo el gobierno de Justo José de Urquiza. Sus sucesores en la presidencia de la Nación, Bartolomé Mitre, Domingo F. Sarmiento y Nicolás Avellaneda dieron estímulo a iniciativas similares, aunque inicialmente no hubo una implicación directa del gobierno en las mismas.


Hasta en la Constitución…


Tras las luchas intestinas entre unitarios y federales que impidieron el establecimiento de políticas demográficas consensuadas, a partir de 1854 el gobierno nacional decidió dar impulso a la inmigración europea. La decisión no se basaba simplemente en la necesidad de proveer al país de mano de obra que permitiese aumentar la producción de la tierra, para cumplir el papel agroexportador que la división internacional del trabajo vigente le asignaba; respondía también a la decisión de las élites ilustradas de modificar la composición poblacional argentina. Esta política se reflejó incluso en el texto de la Constitución Nacional y el ideario sostenido por Juan Bautista Alberdi.
En 1875, durante la presidencia de Nicolás Avellaneda, el gobierno federal decidió organizar el proceso de población, para lo que creó la Comisión General de Inmigración; al año siguiente se dictó la Ley de Inmigración y Colonización Nº 817. En los años siguientes, la política gubernamental se limitaría a encauzar la inmigración espontánea.
La inmensa mayoría de los recién llegados se abocó a tareas agrícolas; eran en su mayoría agricultores de origen, y estaban atraídos por la promesa de distribución de tierras en los inmensos despoblados. Sin embargo, la mejor parte de los terrenos públicos se había vendido ya para 1885, dando origen a enormes latifundios en la pampa húmeda, por lo que sólo la parte más pudiente de los que se radicaron pudo disponer de terreno propio. Las tierras fronterizas con los dominios de mapuches y ranqueles fueron quedando, a medida que el combate contra estos los obligaba a replegarse, en manos de estancias dedicadas a la ganadería.
No sólo la migración directa redundó en el aumento de la población; gran parte de los inmigrantes formó familias numerosas, un fenómeno natural en el campo, donde los hijos representaban mano de obra disponible ya desde temprana edad. El volumen de la inmigración, constante desde mediados del siglo XIX hasta finalizado el primer cuarto del XX, significó en términos demográficos que la población argentina se duplicara cada veinte años.
Instalados en las ciudades, los inmigrantes se integraron en los sectores secundarios y terciarios de la economía nacional. La construcción del ferrocarril les representó una importante fuente de trabajo, pero muchos de los mismos se abocaron al comercio y a la artesanía. El sector industrial reclutó sus principales impulsores. Argentina desplegó un poderoso esfuerzo gubernamental por lograr la homogeneización cultural de los inmigrantes. Favorecido por las notas comunes —el origen latino de casi el 80% de los llegados en estas oleadas—, el gobierno federal instrumentó una política de educación e inserción forzosa, basada en la obligatoriedad de la enseñanza primaria a partir de 1884 y la inculcación de la épica nacional elaborada por la historiografía.


En nuestros pagos…


            Los inmigrantes que arribaron al Azul desde mediados del siglo XIX, se vieron favorecidos por diversas razones, entre ellas la riqueza de las tierras para las actividades ganaderas y agrícolas, y por el vertiginoso desarrollo de la actividad comercial que el ferrocarril y ellos mismos impulsaron.
           Desde España, Italia y Francia, fundamentalmente, arribaron las principales corrientes migratorias que le dieron a nuestro pueblo un carácter particular, desarrollista y progresista, a punto tal de ser una de las principales ciudades del interior de la provincia de Buenos Aires hacia finales del siglo XIX.
            Las actividades agrícolas y ganaderas fueron las que preponderantemente se desarrollaron en el Azul. Pero a estas se sumó otra tan esencial como el comercio. Obviamente, éste último, ante la multiplicación de la población y el aumento de sus necesidades básicas y secundarias, llevó a nuestra comunidad a una intensa actividad que derivaría al mismo tiempo una incipiente explotación industrial, produciendo diversas manufacturas aunque todas del sector primario, esencialmente alimentos con escaso valor agregado.


Una historia entre Azul y Galicia…


Allá por 1950, una pequeña niña, galleguita, llegó a la Argentina junto a sus padres.
En su tierra natal, cuestiones políticas, le costaron la vida a uno de sus tíos. Y fue justamente su abuela la que quiso resguardar al resto de su familia. Ella les recomendó que buscaran nuevos horizontes en América, en un país del que había oído que era maravillo, que siempre había sabido refugiar a otros inmigrantes. Ese país sugerido era Argentina.
Aquella galleguita dejó atrás sus juguetes, sus amiguitos, sus raíces y así llegó a nuestra tierra. Atrás también quedó parte de su familia…
Esa historia simple, cargada de dolor y angustia, con otros tintes, fue no solo la historia de aquella galleguita. Fue la historia de muchos.
Esa niña, que hoy es una mujer con marido, hijos y nietos, anduvo por La Pampa y Tierra del Fuego. Sin embargo, un día supo de un nombre tan mágico como el de nuestro país. Descubrió la existencia de una ciudad llamada Azul… Aquí decidió construir su vida. Con alegrías y sinsabores. Aquí rió y lloró. Hizo de Azul su hogar. Pero allá, allá lejos quedó su tierra natal, a la que nunca olvidó y por eso, desde hace muchos años, cuando se integró al Centro Gallego de Azul, comenzó a homenajear con cada uno de sus actos a su Galicia natal. Y tras un fructífero camino, esa galleguita, en la actualidad, es la presidenta de la Institución, María de los Ángeles Fernández.

Guiados por la Fe, muchos realizan anualmente el “Camino de Santiago”. Otros simplemente lo hacen por vivir una experiencia diferente, recorriéndolo impulsados por diversas motivaciones… El 2020 nos tiene sumidos en una realidad muy diferente a la que estábamos acostumbrados… Sin embargo, nada nos impide reflexionar sobre esas historias de inmigrantes que recorrieron el mundo buscando donde echar sus propias raíces, sin olvidar sus orígenes. Todos, a su manera, hicieron su propio “camino”. La vida es una permanente peregrinación y sin dudas los inmigrantes los mayores peregrinos…