Historias y Personajes del Azul
Entre Azul y
Galicia, un mar de historias...
Por Eduardo
Agüero Mielhuerry
San Santiago
Apóstol, llamado
también San Santiago el Mayor fue uno de los doce apóstoles de Jesucristo. Era
hijo de Zebedeo y hermano de San Juan Evangelista, autor del cuarto de los
Evangelios y otro de los doce apóstoles. Los dos hermanos eran pescadores del
mar de Galilea, donde los reclutó Jesucristo; desde entonces, Santiago formó
parte del círculo más cercano al maestro.
Después
de la crucifixión de Jesús, el apóstol Santiago se dedicó a predicar la nueva
fe, contribuyendo a la difusión del cristianismo en occidente. Una tradición
española no documentada supone que Santiago viajó a Hispania para predicar por
encargo del propio Jesucristo y que se le apareció la Virgen María en Zaragoza
(en el lugar en donde luego se levantó la basílica del Pilar). Santiago murió
decapitado durante las persecuciones contra los cristianos que ordenó el rey de
Judea, Herodes Agripa I (es el único apóstol cuyo martirio aparece recogido en
los Hechos de los Apóstoles).
Según
otra tradición medieval, su cuerpo llegó hasta Galicia y fue enterrado en el
Campus Stellae, cerca de Padrón; allí se erigió un templo en el siglo IX, hacia
el cual se encaminaron las peregrinaciones del “Camino de Santiago”; en
torno al templo y a las peregrinaciones surgió la ciudad de Santiago
de Compostela.
Santiago
fue tenido por patrono de la reconquista cristiana de la Península contra el
islam (dando nombre a una importante orden militar) y, ya en la época
contemporánea, tanto la Virgen del Pilar como el propio Santiago se
convirtieron en símbolos nacionales de España.
Su
festividad se conmemora el 25 de julio de cada año, pero la
misma no es una celebración exclusiva de Galicia, sino que se ha expandido por
el mundo, en cada rincón donde ha llegado algún gallego que a pesar de haber
dejado atrás su tierra natal, atesora en su corazón un pedacito de sus
orígenes.
Argentina, tierra de oportunidades…
La Revolución
Industrial en distintos países de Europa implicó cambios profundos en la
producción de diversas mercaderías y en el transporte en general. Con el
ferrocarril y el barco a vapor se facilitó el movimiento de trabajadores hacia
lugares donde la creciente producción agrícola o industrial lo requería. Así se
multiplicaron las corrientes migratorias tanto domésticas dentro del continente
europeo como de ultramar, mayormente hacia América. Argentina -al igual que
Estados Unidos, Canadá, Brasil o Uruguay-, está considerada como un país de
inmigración, cuya sociedad ha sido influida en buena medida por el alto impacto
que generó el fenómeno inmigratorio masivo, que tuvo lugar a partir de mediados
del siglo XIX.
A esta visión
positiva de la “ola inmigratoria” que recibiera nuestro país, debemos agregarle
aquellas “oleadas” impulsadas por los distintos conflictos bélicos suscitados
en el “Viejo Continente”. En estos casos, aquellos que huían de las miserias de
las guerras llegaban a nuestras tierras dispuestos a reconstruir sus vidas en
donde no sólo se prometía prosperidad económica sino también paz.
Con las puertas abiertas de par en par
Argentina
constituyó uno de los principales países receptores de la gran corriente
emigratoria europea, que tuvo lugar durante el período que transcurre desde
1875 hasta 1950, aproximadamente. El impacto de esta emigración europea
transoceánica, que en América fue muy grande, en la Argentina fue particularmente
intenso por la cantidad de inmigrantes recibidos y por la escasa población
existente en el territorio, de hecho, en el primer censo de 1869 la población
argentina no alcanzaba a 2 millones de habitantes.
Las primeras
colonias rurales de inmigrantes tuvieron lugar bajo el gobierno de Justo José
de Urquiza. Sus sucesores en la presidencia de la Nación, Bartolomé Mitre,
Domingo F. Sarmiento y Nicolás Avellaneda dieron estímulo a iniciativas
similares, aunque inicialmente no hubo una implicación directa del gobierno en
las mismas.
Hasta en la Constitución…
Tras las luchas
intestinas entre unitarios y federales que impidieron el establecimiento de
políticas demográficas consensuadas, a partir de 1854 el gobierno nacional
decidió dar impulso a la inmigración europea. La decisión no se basaba
simplemente en la necesidad de proveer al país de mano de obra que permitiese
aumentar la producción de la tierra, para cumplir el papel agroexportador que
la división internacional del trabajo vigente le asignaba; respondía también a
la decisión de las élites ilustradas de modificar la composición poblacional
argentina. Esta política se reflejó incluso en el texto de la Constitución
Nacional y el ideario sostenido por Juan Bautista Alberdi.
En 1875, durante
la presidencia de Nicolás Avellaneda, el gobierno federal decidió organizar el
proceso de población, para lo que creó la Comisión General de Inmigración; al
año siguiente se dictó la Ley de Inmigración y Colonización Nº 817. En los años
siguientes, la política gubernamental se limitaría a encauzar la inmigración
espontánea.
La inmensa
mayoría de los recién llegados se abocó a tareas agrícolas; eran en su mayoría
agricultores de origen, y estaban atraídos por la promesa de distribución de
tierras en los inmensos despoblados. Sin embargo, la mejor parte de los
terrenos públicos se había vendido ya para 1885, dando origen a enormes
latifundios en la pampa húmeda, por lo que sólo la parte más pudiente de los
que se radicaron pudo disponer de terreno propio. Las tierras fronterizas con
los dominios de mapuches y ranqueles fueron quedando, a medida que el combate
contra estos los obligaba a replegarse, en manos de estancias dedicadas a la
ganadería.
No sólo la
migración directa redundó en el aumento de la población; gran parte de los
inmigrantes formó familias numerosas, un fenómeno natural en el campo, donde
los hijos representaban mano de obra disponible ya desde temprana edad. El
volumen de la inmigración, constante desde mediados del siglo XIX hasta
finalizado el primer cuarto del XX, significó en términos demográficos que la
población argentina se duplicara cada veinte años.
Instalados en
las ciudades, los inmigrantes se integraron en los sectores secundarios y
terciarios de la economía nacional. La construcción del ferrocarril les
representó una importante fuente de trabajo, pero muchos de los mismos se
abocaron al comercio y a la artesanía. El sector industrial
reclutó sus principales impulsores. Argentina desplegó un poderoso esfuerzo
gubernamental por lograr la homogeneización cultural de los inmigrantes.
Favorecido por las notas comunes —el origen latino de casi el 80% de los
llegados en estas oleadas—, el gobierno federal instrumentó una política de
educación e inserción forzosa, basada en la obligatoriedad de la enseñanza
primaria a partir de 1884 y la inculcación de la épica nacional elaborada
por la historiografía.
En nuestros pagos…
Los
inmigrantes que arribaron al Azul desde mediados del siglo XIX, se vieron
favorecidos por diversas razones, entre ellas la riqueza de las tierras para
las actividades ganaderas y agrícolas, y por el vertiginoso desarrollo de la
actividad comercial que el ferrocarril y ellos mismos impulsaron.
Desde
España,
Italia
y Francia,
fundamentalmente, arribaron las principales corrientes migratorias que le
dieron a nuestro pueblo un carácter particular, desarrollista y progresista, a
punto tal de ser una de las principales ciudades del interior de la provincia
de Buenos Aires hacia finales del siglo XIX.
Las
actividades agrícolas y ganaderas fueron las que preponderantemente se
desarrollaron en el Azul. Pero a estas se sumó otra tan esencial como el
comercio. Obviamente, éste último, ante la multiplicación de la población y el
aumento de sus necesidades básicas y secundarias, llevó a nuestra comunidad a
una intensa actividad que derivaría al mismo tiempo una incipiente explotación
industrial, produciendo diversas manufacturas aunque todas del sector primario,
esencialmente alimentos con escaso valor agregado.
Una historia entre Azul y Galicia…
Allá
por 1950, una pequeña niña, galleguita, llegó a la Argentina junto a sus
padres.
En
su tierra natal, cuestiones políticas, le costaron la vida a uno de sus tíos. Y
fue justamente su abuela la que quiso resguardar al resto de su familia. Ella
les recomendó que buscaran nuevos horizontes en América, en un país del que
había oído que era maravillo, que siempre había sabido refugiar a otros
inmigrantes. Ese país sugerido era Argentina.
Aquella
galleguita dejó atrás sus juguetes, sus amiguitos, sus raíces y así llegó a
nuestra tierra. Atrás también quedó parte de su familia…
Esa
historia simple, cargada de dolor y angustia, con otros tintes, fue no solo la
historia de aquella galleguita. Fue la historia de muchos.
Esa
niña, que hoy es una mujer con marido, hijos y nietos, anduvo por La Pampa y
Tierra del Fuego. Sin embargo, un día supo de un nombre tan mágico como el de
nuestro país. Descubrió la existencia de una ciudad llamada Azul… Aquí decidió
construir su vida. Con alegrías y sinsabores. Aquí rió y lloró. Hizo de Azul su
hogar. Pero allá, allá lejos quedó su tierra natal, a la que nunca olvidó y por
eso, desde hace muchos años, cuando se integró al Centro Gallego de Azul,
comenzó a homenajear con cada uno de sus actos a su Galicia natal. Y tras un
fructífero camino, esa galleguita, en la actualidad, es la presidenta de la
Institución, María de los Ángeles Fernández.
Guiados
por la Fe, muchos realizan anualmente el “Camino de Santiago”. Otros
simplemente lo hacen por vivir una experiencia diferente, recorriéndolo
impulsados por diversas motivaciones… El 2020 nos tiene sumidos en una realidad
muy diferente a la que estábamos acostumbrados… Sin embargo, nada nos impide
reflexionar sobre esas historias de inmigrantes que recorrieron el mundo buscando
donde echar sus propias raíces, sin olvidar sus orígenes. Todos, a su manera,
hicieron su propio “camino”. La vida es una permanente peregrinación y sin
dudas los inmigrantes los mayores peregrinos…