martes, 5 de mayo de 2020

La dinastía Catriel

La dinastía Catriel


Por Eduardo Agüero Mielhuerry


El registro más antiguo documentado que se posee de los Catriel, puntualmente del cacique Juan “El Viejo” Catriel, data del 17 de enero de 1820, en una comunicación escrita entre militares de la época.
Poco después, tras la firma del “Pacto de Miraflores” en el cual Francisco Ramos Mejía actuó como intermediario entre los indios y el Gobierno bonaerense encabezado por el general Martín Rodríguez, Catriel aparece como aliado del ex capataz de Miraflores, José L. Molina y el cacique Calfiau en el mayor malón de la época, desatado en 1823.
El escritor y aventurero inglés Robert B. Cunninghame-Graham, en su libro “El Río de la Plata” relata:“La indiada del viejo Catriel, acampaba permanentemente en las afueras de Bahía Blanca; vivían en paz con sus vecinos manteniendo relaciones a la callada con los indios bravos, los pampas, los ranqueles, los pehuelches y las demás tribus que tenían sus toldos en las Salinas Grandes, o salpicados a lo largo de los collados al pie de los Andes (…). Cuando invadían las grandes estancias del sur, cabalgaban todos, con excepción de los jefes, sobre cueros de carneros y muchas veces en pelo, llevaban una lanza de tacuara, de cinco a seis varas de largo, con una tijera de trasquilar en la punta, adherida al asta con una cola de buey, u otra guasca que dejaban secar, y que se endurecía como el hierro, reteniendo contra la hoja un mechón de crin (…); cabalgaban como demonios en las tinieblas excitando a los caballos con la furia de la carga y saltando los pequeños arroyos escarceaban en los pedregales como cabras, deslizándose por entre los pajonales con ruido de cañas pisoteadas y los jinetes se golpeaban la boca con las manos, al lanzar sus alaridos prolongados y aterradores. Cada jinete cabalgaba en su crédito; envueltos al cinto llevaban dos o tres boleadoras, las bolas grandes pendían a la izquierda y la bola pequeña o manija a la derecha, descansando sobre el cuadril. Todos tenían cuchillos largos o espadas recortadas para mayor comodidad...;(…). Iban todos embadurnados de grasa de avestruz, nunca se pintaban; su feroz algarabía y el olor que despedían, enloquecían de miedo a los caballos de los gauchos. El cacique andaba unos veinte pasos delante de los demás, en una silla enchapada de plata, escogiendo, si lo había, un caballo negro para que se destacara bien; retenía las riendas de plata de tres varas de alto en la mano izquierda, y aguijoneando furiosamente a su caballo, de vez en cuando volvía la cara hacia los hombres para lanzar un grito, blandiendo la lanza cogida por la mitad del asta y galopando a todo correr.”.
Sin poderse precisar en qué fecha exacta, Juan “El Viejo” Catriel y Juan Manuel de Rosas entraron en contacto, y pronto el primero se convirtió en un reconocido “indio amigo”. De esta manera, Catriel y Cachul fueron distinguidos con la confianza y los favores de Rosas, en especial el primero, que se destacó en reciprocidad con probada lealtad. Sirvió como “embajador indio”; también fue mensajero de misiones de confianza, fue guerrero aliado y portavoz de las ideas rosistas, fue espía y finalmente, de alguna manera u otra, un asimilado a “la civilización”.
“El Viejo” estaba tan convencido de las bondades de Rosas que, en una reunión de caciques acaecida en el Fuerte Independencia (actual Tandil), afirmó: “Los españoles pisaron esta tierra para esclavizarla; tuvieron hijos y tuvieron nietos, éstos pertenecen a la tierra y deben vivir unidos con los indios para sostener su independencia. Ha desaparecido ya entre ellos la antigua rivalidad que por tan largo tiempo ha durado. Una prueba es que las tribus del Chaco y Santa Fe se reunieron con los del sur de la provincia de Buenos Aires para defender los derechos de la autoridad a que están sujetos a las órdenes de don Juan Manuel de Rosas. ¡Ojalá esta unión sea tan firme como una sierra!”.
Hacia septiembre de 1832, Juan Manuel de Rosas procuró concretar el traslado de todas las tolderías dispersas por la pampa bonaerense hacia “la guardia de Laguna Blanca o bien para Bahía Blanca…”. Las tolderías que debían ser trasladadas eran las de los caciques Chocori, Toriano, Venancio, Quiñigual, Catriel, entre otros menores.
Casi inmediatamente, Rosas impartió instrucciones para “el desalojo” (si había alguna resistencia al traslado voluntario), al comandante de Milicias don Pedro Burgos y al mayor don Pedro de la Peña.
Finalmente, el uso de la fuerza no fue necesario y, por ejemplo, las tribus de Catriel se instalaron en las inmediaciones del arroyo Tapalquén, donde Juan Manuel de Rosas ordenó un censo sobre los indios.
Durante la Campaña al Desierto de Juan Manuel de Rosas, Catriel participó de la columna del Este, al mando del Brigadier General, que partió desde San Miguel del Monte el 22 de marzo de 1833, con unos 2.000 soldados, en su mayoría tropas de línea, las que se unieron a las filas formadas por los indios de Cachul y Catriel en Tandil.
Hacia 1848, tras el fallecimiento de “El Viejo” Catriel, su sucesor fue su hijo mayor, también llamado Juan, conocido como “El Joven”.
Sus años de cacicazgo fueron conflictivos al igual que los de su padre, tocándole ver como sucesivamente los pueblos originarios se iban viendo diezmados en reiterados enfrentamientos con los blancos quienes, sin prisa pero sin pausa, corrían lentamente las fronteras “un poco más allá”. De todas maneras, entre los representantes de esos pueblos originarios pacíficos, que aceptaban las nuevas reglas de la civilización, por contar con las garantías pactadas que salvaguardaban a su tribu, se hallaba sin discusión el cacique Juan Catriel.
Juan tuvo al menos cuatro hijos: Cipriano, Juan José, Marcelino y Marcelina.
El cacique Juan “El Joven” Catriel, en 1866, poco antes de su fallecimiento, dejó como heredero de su cacicazgo a su hijo mayor Cipriano con la aprobación de su tribu. Cabe recordar que entre los pampas el título de cacique era hereditario, salvo que los componentes de la tribu no estuvieran dispuestos a seguirlo por falta de aptitudes.


Cipriano Catriel


Los cristianos lo llamaban Cipriano Catriel, pero entre su gente era conocido como Mari-Ñancu (algunos autores lo mencionan como Marí-Ñancul), nombre que significa “Diez Aguiluchos”. Nació en 1837, en las tierras del Azul, y accedió al cacicazgo tras la muerte de su padre Juan en 1868, cuando apenas tenía 31 años.
Fue un cacique muy particular, leal al ejército, al igual que lo había sido su padre y su abuelo.
Cipriano era, ante todo, un nativo de estas tierras a quien, para bien o para mal, muchos se preocuparon en adjetivar su figura, elevándolo por sobre cualquier otro cacique de la época, o bien  denostándolo hasta convertirlo en un traidor.
Primaba su personalidad arrogante, sin embargo, su generosidad solía imponerse con mayor frecuencia dejando en evidencia su enorme paternalismo, ese mismo que de alguna manera le había sido inculcado mediante el ejemplo de sus progenitores.
Fue un hombre de relativa fortuna, mayoritariamente puesta de manifiesto en sus prendas. Pero por sobre todo fue rico de espíritu, como un eslabón importante en una cadena de fuertes tradiciones ancestrales. Aunque también tuvo algunos vicios mundanos, como las carreras de caballos, a las que, más probablemente asistía para contemplar la belleza y potencia de los animales que por el dinero que podía ganar.
Tenía casa de material en el Azul, carruaje y hasta cuenta en el banco. Sin discusiones, obedecía ciegamente las decisiones del jefe de frontera, con el cual se entendía para que en la entrega de raciones que enviaba el gobierno, él se quedara con la mejor parte.
A cambio de tanta sumisión recibió el título de “Cacique General de las pampas” y la protección del ejército ante cualquier intento de sublevación de su tribu.En realidad era utilizado estratégicamente como un brazo ejecutor  del gobierno. La investidura de Cacique general era más importante para Cipriano que para su propia tribu y eso lo sabían los administradores del Gobierno central, quienes con muy poco esfuerzo se quitaron de encima la dificultad de enfrentarse con una tribu numerosa.  Además, directamente incorporaron las lanzas de Catriel para combatir contra los propios nativos.


Un Catriel bautizado


A Cipriano se le conocieron tres esposas(Eufemia, Rafaela Burgos y Lorenza Toribio) y varios descendientes, que como él alternaban domicilio entre el Azul y las tolderías en Nievas.
El 27 de marzo de 1871, en la iglesia Nuestra Señora del Rosario, ante el Padre Eduardo Martini, bautizaron al hijo único de una de sus esposas, Lorenza, al que llamaronCipriano.Los padrinos del niño, que al momento tenía nueve años de edad, fueron el coronel Francisco de Elía, jefe de la Frontera Sur, y la esposa de su lenguaraz, doña Genoveva Montenegro San Martín de Avendaño.
Tres curiosidades del acta: Catriel y su esposa eran oriundos de la pampa y estaban “domiciliados” en ella; Francisco de Elía no firmó el acta y, finalmente, Santiago Avendaño firmó a ruego por su esposa dado que ella no sabía hacerlo.
            Si bien el cacique Cipriano Catriel no se bautizó, ni se conoce que haya tenido algún otro vínculo con la Iglesia, el hecho de bautizar a uno de sus hijos marca a las claras su intención de afianzarse en la “civilización”.


Apetito, suspicacia y paternalismo


El 9 de octubre de 1870, el coronel Francisco de Elía, comandante de la frontera del Azul, firmó en representación del gobierno nacional un Tratado de Paz con Cipriano Catriel. A pesar de que el Coronel no era bien visto, mantenía una excelente relación con el Cacique, hasta el punto de ser padrino de uno de sus hijos. Sin embargo, la paz y el orden durarían poco…
Poseedor de un apetito voraz, Cipriano tuvo entre sus preferencias al mate y la ginebra. Propenso a engordar con suma facilidad, pese a su permanente actividad, vestía como un hombre de campo: chambergo, pañuelo al cuello, bombachas, botas duras de cuero, faja “pampa”, “corralera” y hasta poncho; en actos protocolares solía vestir el uniforme militar de general que le había obsequiado el presidente de la Nación, Domingo F. Sarmiento.
Entendía y hablaba bastante bien el castellano, pero lo obviaba según la conveniencia de la situación. Generalmente hablaba a través de su lenguaraz (Santiago Avendaño), empero si lo ameritaba la ocasión, oía con calma a su interlocutor y buscaba las ventajas necesarias en ese diálogo.
Pese a su gran inclinación hacia algunos modos refinados de la civilización -disposición que inclusive pretendió inculcar entre los suyos-, nunca perdió sus creencias en los dichos de su hechicera y en la maleficencia de los gualichos. Permaneció analfabeto, a tal punto de ni siquiera aprender a dibujar su firma. Sin embargo, aceptó normas de protocolo y ceremonial.
Sin contemplaciones, fue exigente al momento de entrenar y organizar para la lucha a sus guerreros. Él mismo dirigía los entrenamientos y los repetía sin pausa hasta alcanzar el ideal que tenía previsto.
Buscando el desarrollo de su gente, intentó inculcarle a su pueblo el interés por la agricultura, haciendo sembrar algunas hectáreas de maíz y cebada.
Siempre hizo valer su autoridad en favor de su gente procurando el bienestar general, sin embargo, cuando uno de los suyos cometía algún delito grave, no dudaba en castigarlo con severidad.
Fue ante todo consejero y defensor, e inflexible con la palabra empeñada. Su equidad lo llevaba a cumplir y hacer cumplir estrictamente con lo pactado. Algunas veces, cuando los cruces conflictivos entre su gente y los cristianos eran inevitables, buscaba la manera de disimular ciertos procederes con frases oportunas y evasivas. Empero ante evidencias irrefutables no dudaba en hacer justicia.


La más sangrienta de las batallas


Manuel Grande, Chipitruz y Calfuquir, que integraban el Ulmen Pampa, invadieron en 1871 los partidos de Azul, Olavarría y Tapalqué. Al encuentro de los invasores salieron los comandantes Celestino Muñoz y Matías B. y Miñana. La fuerza de estos jefes se componía en su mayor parte de vecinos del Azul y soldados del Regimiento N°16 de la Guardia Nacional del que era segundo jefe el comandante Muñoz; siendo su jefe en propiedad el coronel don Francisco deElía, quien se encontraba ausente.
El 3 de mayo los invasores presentaron batalla en la Laguna de Burgos. Allí tuvo lugar el terrible encuentro. En el primer enfrentamiento, las fuerzas militares fueron doblegadas dado el aplastante número de indios.
Cipriano Catriel llegó en protección de los cristianos al frente de un Regimiento de indios de su tribu en el preciso momento que las hordas de Manuel Grande estaban a punto de decidir el enfrentamiento a su favor.
Los comandantes Muñoz y Miñana, que hacían esfuerzos denodados por contener la carga irreverente y furiosa de los indios, estuvieron a punto de quebrarse ante la avasallante tormenta de lanzas embravecidas que los acosaban. 
Catriel tendió su línea de defensa con la intención de atacar por el flanco a los indios de Manuel Grande. Muñoz, que no perdió su serenidad se dio cuenta del movimiento de su aliado, y mientras exhortaba a sus soldados a sostenerse en sus puestos, rápido enderezó a gran carrera hacia donde el Cacique maniobraba. Ambos, al frente de los indios catrieleros, cargaron con valeroso empuje destrozando el ala izquierda del enemigo que era mandada por el cacique Calfuquir.
Los soldados del 16 de Guardias Nacionales y los vecinos armados que se habían mantenido firmes defendiéndose con bravura, al ver llegar a su jefe y a Catriel comenzaron a exclamar con profunda exaltación vivas al Gobierno bonaerense, a sus jefes, y al cacique general Cipriano Catriel.
El pronóstico cambió por completo.
En el ala derecha se batía con bravura y coraje el comandante Miñana. Con algunos soldados del 16 y los vecinos del Azul, logró dispersar a la indiada que huyó en desesperante desorden. Catriel con sus lanceros completaron la dispersión, persiguiendo a los invasores y lanceando a los que quedaban a su alcance. La piedad no fue el denominador común.
Envuelto en una espesa polvareda, el cacique Calfuquir quedó apartado de sus indios en el campo de batalla. Apenas logró orientarse pretendió huir, empero en ese instante lo reconoció el capitanejo Villanamun, uno de los indios de la tribu de Catriel.
Villanamun, que se percató del despiste de su adversario, se apuró a perseguirlo. Apenas pudo le boleó el caballo. Calfuquir intentó liberar a su animal, pero no pudo. Sin piedad, Villanamun se abalanzó sobre él blandiendo su temible lanza. Quedaron frente a frente, desafiándose para batirse a duelo. Uno, dos… decenas de lanzazos y un vencedor. Calfuquir cayó agonizante y al instante su cabeza se convirtió en un trofeo.
La Batalla de Laguna de Burgos fue una de las más sangrientas que se haya librado en la frontera Sud de la Provincia, pero la acción de los comandantes Miñana y Muñoz, y del cacique general Cipriano Catriel, evitó que el desbocado malón penetrase hasta el corazón mismo de la Provincia.


Una particular entrevista


Corría el año 1871 cuando Catriel accedió a ser entrevistado por el médico francés Henry Armaignac, quien con gran destreza y claridad describió el entorno y la forma de ser del respetado líder. El encuentro quedó plasmado en “Viaje por las pampas argentinas”:“Pronto vi acercarse a nosotros un hombre de alta estatura y de una extrema obesidad. Representaba unos treinta años y estaba vestido como los gauchos, con poncho, chiripá y botas de cuero; llevaba la cabeza atada con un pañuelo que sujetaba su espesa cabellera; su cara era lampiña y su triple papada caía hacia su enorme abdomen. Era Catriel en persona, pues en su corte no había ni edecanes ni maestros de ceremonias, ni ujieres, y las audiencias casi siempre tenían lugar junto al fogón de su cocina, tomando numerosos mates.”.


La célebre Batalla de San Carlos


La Batalla de San Carlos fue un enfrentamiento ocurrido el 8 de marzo de 1872 en el paraje conocido como Pichí Carhué (Carhué Chico) cerca del fortín de San Carlos (hoy ciudad de San Carlos de Bolívar). Las fuerzas del Ejército Argentino comandadas por el general Ignacio Rivas obtuvieron una victoria decisiva sobre el cacique mapuche Juan Calfucurá, jefe de la Confederación de las Salinas Grandes, apodado el Napoleón del Desierto.
En junio de 1870 Calfucurá había arrasado el pueblo de Tres Arroyos y su hijo Manuel Namuncurá había atacado Bahía Blanca, matando a más de medio centenar de personas, llevándose un gran número de cautivas y arreando casi cien mil cabezas de ganado. Luego se firmó un tratado de paz, pero duró poco…
En marzo de 1872 se produjo el ataque a las tolderías de los caciques tehuelches Manuel Grande, Gervasio Chipitruz y Calfuquir por el coronel Francisco de Elía, con quien Calfucurá había firmado el acuerdo. Éste, aprovechando la debilidad del gobierno argentino empeñado en la “Guerra del Paraguay”, entró en el pueblo de 25 de Mayo y se llevó a todos los indígenas que se habían rendido al gobierno, por lo que el presidente Domingo Faustino Sarmiento ordenó atacarlo. Calfucurá declaró formalmente la guerra a Sarmiento y saqueó salvajemente los partidos de 25 de Mayo, General Alvear y 9 de Julio, matando a más de trescientas personas.
El 5 de marzo el jefe de la frontera Oeste de Buenos Aires, coronel Juan Carlos Boerr Hernández, recibió aviso en el pueblo de 9 de Julio del malón de Calfucurá, por lo que ordenó la inmediata movilización de sus fuerzas. Ordenó también la movilización del CaciqueColiqueo, que se hallaba en esos pagos, y la del teniente coronel Nicolás Levalle que estaba en el fuerte General Paz. Boerr solicitó además apoyo de los jefes de las fronteras Norte de Buenos Aires y Sur de Santa Fe (coronel Francisco Borges) y Sur, Costa Sur y Bahía Blanca (general Ignacio Rivas).
Boerr marchó al fortín General Paz con los guardias nacionales y allí se le incorporaron los indígenas de Coliqueo. Al día siguiente partió hacia el fortín de San Carlos llegando el 7 de marzo, en donde se le incorporó Levalle con sus fuerzas. Rivas partió el 6 de marzo desde Azul con soldados y guerreros del cacique Cipriano Catriel, llegando a San Carlos en la madrugada del día 8, en donde asumió el mando. Las fuerzas del coronel Francisco Borges llegaron por la tarde, una vez concluida la batalla.
Calfucurá con 3.500 guerreros a caballo regresaba a las Salinas Grandes con el botín obtenido de 500 cautivos y 150.000 cabezas de ganado por el camino conocido como “rastrillada de los chilenos”, cuando el comandante general de la frontera sur, general Ignacio Rivas le cortó el paso con fuerzas reclutadas rápidamente en la región. El gran número de reses arreadas había permitido el avance de las fuerzas de Rivas y Calfucurá cometió el error de enfrentar en campo abierto y en batalla general a las fuerzas del Ejército.
Calfucurá dividió sus fuerzas en cuatro columnas comandadas por Renquecurá, Catricurá, Manuel Namuncurá y Epugner, también llamado Mariano Rosas.
Mientras que las fuerzas de Rivas estaban formadas por 685 soldados y 940 indígenas aliados. El General dividió sus fuerzas en tres columnas, contando entre ellas a valientes guerreros como el Cacique General Cipriano Catriel e Ignacio Coliqueo y sus hombres y militares afamados entre los que se destacaba el teniente coronel Francisco Leyría al mando de las Guardias Nacionales.
La efectividad de los fusiles Remington hizo estériles los ataques de caballería de las alas centro y derecha de Calfucurá. Parte de la batalla se dio con los dos bandos a pie, destacándose los guerreros de Cipriano Catriel, de quienes Calfucurá esperaba se le unieran durante la batalla, pero que Catriel puso en raya haciendo que Rivas colocara su guardia personal a sus espaldas para matar a quienes desertaran.
Los tiradores llegaron a las órdenes de Domingo Rebución (cuñado de Rivas), y Catriel formó a aquellos a retaguardia de sus indios, hizo fusilar a algunos que evidentemente desobedecían y llevó a los demás personalmente al ataque con un brío extraordinario.
Los pampas, viéndose traicionados por los de Catriel, los acometieron con ira, y éstos, obligados a defenderse, se entreveraron a facón y bola, mientras que Catriel al frente de cuatrocientos lanceros, flanqueaba y cargaba a fondo a su enemigo rechazándolo por completo.
Las fuerzas de Rivas lograron recuperar a unos doscientos cautivos y 70.000 reses y 15.000 caballos, además de ovejas. Con el resto Calfucurá huyó hacia las Salinas Grandes siendo perseguido por sólo algunas leguas.


A falta de corcel…


Dado que su físico llegó a ser “tan corpulento que aplastaba un caballo con su peso y despachaba limpiamente a un hombre de un lanzazo” -tal como se lo describiera en alguna misiva-, Cipriano Catriel llegó en cierta época a montar con esfuerzo, además de lo difícil que era lograr un caballo apto para soportar tal peso y rendir las exigencias que el jinete solía imponer a su corcel.
Buscando fortalecer la amistad entre Catriel y el Gobierno bonaerense, en marzo de 1873, el ministro De Gainza le envió como regalo a Catriel una montura con estribos de plata agregando en una misiva un detalle no menor en el cual le expresaba que contaba con él en caso de tener que “combatir contra Calfucurá”. Sin embargo, el indomable Calfucurá murió en su toldería en Chiloé, el 3 de junio de 1873 y la historia cambió para sus tribus y “los blancos”…
La montura tuvo poco uso, salvo puntuales excepciones dadas por algún acto o presentación militar.
Sería Ignacio Rivas quien daría cuenta del problema que tenía el Cacique:“Catriel cada día va apegándose más y más a las costumbres civilizadas y habituándose a nuestro modo de ser y comodidades que ofrecen los centros de población; me ha hablado con frecuencia de los vehementes deseos que le animan de poseer un carruaje, y yo creo que el gobierno, con muy poco costo, podría ofrecer uno fuerte y liviano a este cacique. (…)Sería para él, el mejor obsequio y el más útil, porque ya empieza a encontrarse pesado para andar a caballo, además de que es difícil encontrar muchos que le soporten, tal es su volumen y pesantez. En un remate de esos que con frecuencia tienen lugar en la Capital sería fácil obtener un carruaje barato en las condiciones mencionadas…”. Raro sobre todo el comentario del final, lamentablemente afirma la idea de que muchas veces, con chucherías, tabaco, alcohol o “espejitos de colores”, los blancos compraban voluntades.
Al poco tiempo, el ministro de Gainza hizo llegar el regalo al Cacique, quien guardó siempre un profundo agradecimiento y le dio al carruaje un excelente uso, que cada tanto volvió a alternar con la montura de algún caballo “especial”.


Azul y la Revolución del ’74


La derrota electoral de Bartolomé Mitre en las elecciones de 1874 frente a Nicolás Avellaneda hizo estallar una revolución de su partido, con la excusa de que éste último había triunfado gracias al fraude.
El principal rebelde en el interior bonaerense, mitrista a rajatabla, fue el general Ignacio Rivas, al frente de las tropas de Azul y respaldado por los indios leales del Cacique Cipriano Catriel. Rivas junto a Juan Andrés Gelly y Obes lograron reunir cerca de cinco mil hombres recorriendo el sur de la provincia de Buenos Aires.
El general Bartolomé Mitre, se dirigió con sus fuerzas primero al Fortín La Barrancosa (Azul por entonces, Benito Juárez actualmente). Allí estuvo unos días para luego marchar al Fuerte de la Blanca Grande. Cuando se dirigían al norte de la provincia, el día 26 de noviembre, se encontraron con el Regimiento de Infantería N° 6 “Arribeños”, al mando de su jefe, el teniente coronel José Inocencio Arias, que se había dirigido al frente de combate sin saber dónde estaba el enemigo, y había quedado muy adelantado. Sorprendido por la cercanía del ejército rebelde, se parapetó con sus 900 hombres en la estancia La Verde (cerca de 9 de Julio), aprovechando las instalaciones rurales y cavando rápidamente varias fosas defensivas.
Mitre supuso que la diferencia numérica era suficientemente amplia como para asegurarle la victoria, y ordenó un ataque en masa de todos sus hombres, la enorme mayoría de los cuales eran de caballería.
Tras cuatro horas de lucha, sin embargo, Mitre  perdió más de mil hombres, incluyendo varios oficiales superiores. Derrotado, se trasladó a Junín, acompañado, entre otros, por el coronel José María Morales y el general Ignacio Rivas. Pero Arias se dirigió hacia allí, forzándolo a capitular. Y no tuvieron más alternativa…


La muerte de “El Señor de las pampas”


Cipriano Catriel había realizado pactos con las autoridades de Buenos Aires y se había establecido con su gente en la zona del Azul. Siguiendo consejos de los “blancos” combatió contra la Confederación de Tribus que comandaba el araucano Calfucurá y llevó a su pueblo a luchar contra sus hermanos aborígenes.
Tal vez ingenuamente, poniéndose del lado de su amigo Ignacio Rivas, se había enredado en las luchas políticas apoyando a Bartolomé Mitrey tras ser derrotado éste, el mismo Catriel fue hecho prisionero.
El año 1874 estaba por llegar a su fin cuando el Cacique, que estaba a punto de emprender el retorno a sus tierras, fue sorprendido por el arribo del comandante Hilario Lagos (h) al frente de las tropas nacionales. Lagos le mandó parlamento, intimando a Catriel a la rendición, pues su adhesión al movimiento mitrista era intolerable para el gobierno de Nicolás Avellaneda. El capitanejo Moreno, hombre de Juan José Catriel se encargó de transmitir el mensaje de Lagos. El recado era sencillo y en él le prometía que no dañarían a su gente, mas le informaban que su hermano Juan José sería el próximo cacique general. Sin mediar palabra, el “trompa’’ Martín Sosa, hombre de Cipriano, lo degolló a Moreno sin vacilar.
            Al contemplar esta escena la indiada se enardeció y de inmediato se agitó. El capitanejo Peralta se echó sobre Catriel pero un lanzazo del cacique lo dejó tendido, agonizando. Catriel emprendió la retirada hacia un potrero llamado Quentrer, junto a miembros de su familia, acompañados por varios vecinos de Olavarría y su lenguaraz Santiago Avendaño.
No faltó mucho para que el comandante Lagos se apersonara en las inmediaciones del asentamiento catrielero intimándolos a  la deposición de las armas. Así lo hicieron.
El 18 de noviembre, el comandante Hilario Lagos capturó al cacique Cipriano Catriel, a quien llamaban“el señor de las pampas”. El comandante les hizo la falsa promesa a los prisioneros de que nada les iba a pasar...
Llegados al campamento, Catriel, Avendaño  y Sosa quedaron presos en cepo de lazo. Así los dejaron día y noche, al sol y bajo la lluvia, miserablemente alimentados. El coronel Julio Campos en nota al ministro de Guerra, dejaba constancia que: “mi opinión es que si Catriel ha de ser juzgado, debe serlo por los mismos indios, pues es práctica que así se haga. Entregándose los criminales a los caciques de la tribu, para que ellos procedan según sus usos”.
El 25 de noviembre de 1874, el escritor y militar Julio A. Costa, fue un testigo privilegiado del momento en el que Cipriano Catriel, Santiago Avendaño y Martín Sosa fueron entregados a la indiada para ser juzgados: “…El tercero era un indio pampa de mediana estatura, figura remachada y vigorosa, tez cobriza, facciones regulares, cabello negro y largo, bigote escaso y duro y rostro raso. Aspecto resignado y formidable y tipo inconfundible del jefe de tribu. Estaba en cabeza con la fisonomía pálida color tierra y desencajada como si viniera de hacer un grande esfuerzo, y su melena suelta estaba a trozos tendida y enhiesta como las matas de la llanura cuando acaba de pasar un ventarrón. Vestía el traje militar con su uniforme azul oscuro del ejército de la Nación… (…). Este era el cacique de la pampa, Cipriano Catriel”.
Los salvajes rugían alrededor de sus víctimas, blandían las lanzas, alzaban cuchillos. La punta de una lanza rasgó el pecho de Catriel.
Enfurecido, Cipriano rompió sus ataduras, se destapó los ojos que traía vendados con un trapo y le arrancó de las manos la lanza a su agresor. Los salvajes se arremolinaron alrededor de él. A pesar de la furia con la que se defendía, su cuerpo se tiñó de sangre. El combate fue cuerpo a cuerpo, pero la supremacía numérica definió la situación. Un lanzazo por la espalda dejó al joven Cacique sin aliento.
Catriel cayó al suelo sin soltar la lanza. Avendaño y Sosa ya habían sido ejecutados, empero él no se resignaba a correr la misma suerte. Sin pausa siguió luchando. Todo fue en vano. Un lanzazo tras otro mutiló su cuerpo.
Cipriano Catriel quedó tendido en el suelo agonizando. A su alrededor todos gritaban exaltados hasta que llegó el flamante Cacique sucesor. Juan José Catriel bajó de su caballo y avanzó hacia su hermano que se desangraba inerte. Con desdén fijó su vista en su víctima y sin dudarlo ni un segundo culminó el trabajo de sus hombres. Con su largo facón, de un solo tajo rápido y preciso decapitó a Cipriano. Ante su pueblo, Juan José levantó la cabeza de su medio hermano sujetándola de su espesa melena ensangrentada y lanzó un fiero grito al cual respondieron con idéntica bravura.
Los cadáveres fueron arrojados temporalmente en una zanja. Las cabezas de las víctimas corrieron diversas suertes, empero primero las tres fueron expuestas como símbolo del nuevo poder que pretendía erigirse.


La cabeza de Cipriano


La ejecución de Catriel se llevó a cabo en el espacio ocupado actualmente por el monumento a San Martín (Parque Mitre) y el Club Estudiantes, en la vecina localidad de Olavarría.
Después de ser decapitado, el cuerpo quedó a la deriva. La opinión mayoritaria indica que fue sepultado junto a lo que hoy es el edificio de la Municipalidad de Olavarría, conocido como el “Palacio San José”, ubicado en la esquina de las calles San Martín y Rivadavia.
Sin embargo, sobre cuál fue la suerte que corrió el cráneo del cacique Cipriano Catriel hay dos alternativas…
Francisco Pascasio Moreno, popularmente conocido como el Perito Moreno, confesó en una misiva a su padre ser el poseedor del cráneo. El 5 de abril de 1875 escribió:“Querido viejo: hoy remito por diligencia un cajón que harás recoger lo más pronto posible pues el agente de ella no sabe la clase de mercancías que envío. Creo que no pasará mucho tiempo sin que consiga los huesos de toda la familia Catriel. Ya tengo el cráneo del célebre Cipriano y el esqueleto completo de su mujer, y ahora parece que el hermano menor no vivirá mucho tiempo, pues ha sido el jefe de la actual sublevación, habiéndose rendido anteayer. La cabeza de Catriel sigue conmigo, hace un rato que la revisé pero, aunque la he limpiado un poco, sigue siempre con mal olor. Me acompañará al Tandil porque no quiero separarme de esta joya, la que me es bastante envidiada”.
Más adelante agregaba: “…hice abundante cosecha de esqueletos y cráneos en los cementerios de los indígenas sometidos que vivían en las inmediaciones del Azul y de Olavarría, y en Blanca Grande”.