sábado, 18 de abril de 2020

Alberto López Claro, esencia azuleña

Alberto López Claro, esencia azuleña


Por Eduardo Agüero Mielhuerry


Alberto López Claro nació en Azul el 22 de septiembre de 1882. Sus padres fueron  Elvira Claro Pedernera (nacida en Azul en 1853) y Manuel López González (nacido en la aldea española de Castropol en 1840), quienes contrajeron matrimonio en 1870. Tuvo seis hermanos: Fernando (1871), Arturo (1874), Carlos (1875), Manuel (1877), Abelardo (1879) y Armando (1884).
Cuando Alberto era apenas un niño, en 1887, perdió a su madre Elvira que falleció con tan sólo 34 años de edad. Desde entonces la vida de la familia no fue sencilla, sin embargo, el masón y polifacético Manuel -que hasta se convirtió en el primer bibliotecario de la Biblioteca Popular (hoy “Bartolomé J. Ronco”)-, supo llevar adelante las más diversas actividades para cubrir las necesidades de sus hijos. Fue dueño de la Gran Peluquería Española, ubicada en la esquina Oeste de la avenida Comercio y Buenos Aires (actuales avenida Mitre y De Paula). Mas sus actividades no se limitaban solamente a la peluquería y barbería de caballeros, sino que en el mismo local también funcionaba una confitería con mesas de billar, y entre tanto oficiaba como periodista.
Alberto fue alumno de la Escuela Normal e impulsado por el afán con que su hermano mayor Fernando se había volcado al arte, Alberto decidió, como también lo había hecho aquél, viajar a la ciudad de Buenos Aires para estudiar en la Academia Estímulo de Bellas Artes.
Para sostenerse económicamente realizó ilustraciones para diversas publicaciones porteñas, entre ellas el Semanario “El Infierno” (1902-1903). Sin embargo, no pudo culminar sus estudios por razones económicas y debió regresar a Azul con una considerable decepción, pero con un enorme bagaje de conocimientos que lo impulsaron a continuar por el complejo camino del arte.
Por una casualidad del destino conoció a la jovencita Emilia Betinelli, nacida en Azul el 25 de abril de 1890, hija de los italianos Ángel Betinelli y Melania Ferioli. Luego de un breve noviazgo, el 16 de enero de 1908, contrajeron matrimonio. Y pronto la familia comenzó a crecer; tuvieron ocho hijos: Evelina Elena (1908), Alberto Rubens (1909), Carlos (1911), César (1912), Hilda Blanca (1915), Saúl (1917), Emilia Elvira (1918) y Manuel (1920).
Dotado autodidacta, a pesar de las vicisitudes económicas que supieron apremiarlo, gracias a su paso por la Academia de Estímulo de Bellas Artes comenzó a ejercer como docente en la Academia de Arte “Ministro Pinedo”(Escuela Normal), en el Colegio Nacional y en el Colegio Santa Teresa de Hinojo (Olavarría), dirigido por las Hermanas Misioneras Siervas del Espíritu Santo.


Un punto de inflexión


Cargado de una enorme sensibilidad, supo volcar en las telas diversos temas del pasado azuleño, principalmente todo lo referido a las luchas fronterizas y al mundo indígena con el que de alguna u otra forma había tomado contacto en su infancia y juventud. Así, desarrolló una riquísima etapa costumbrista en su carrera.
En los primeros años del deslumbrante siglo XX, conociendo los extraordinarios dotes que ostentaba Alberto, el general Francisco Leyría le solicitó la concreción de una obra. Así nació el “Retrato del General Francisco Leyría”, que fuera realizado con una pintura clasicista y moderna. Por entonces también pintó varios autorretratos y “Retrato del general Esteban Pedernera” (que se encuentra en la Casa de Gobierno de la provincia de San Luis), “Retrato de María Aléx Urrutia Artieda”, “La mujer del pintor” (retrato de su esposa doña Emilia), “Retrato de niña” (su hija Emilia Elvira, “Lola”), entre otros.
También dejó rastros de su talento en diversas publicaciones ilustrando las portadas de Bernardino Rivadavia (1908), Juvenilla (1919), El Bachiller (1932), Unión Estudiantil y Rayitos (1935), y Maná (1939). Además fue autor de afiches, publicidades e ilustraciones especiales para actos conmemorativos, destacándose por ejemplo el afiche realizado para la “Semana de Azul” (Día de la Raza, 1918).
Su paleta de colores, las escenas tan reales y vívidas planteadas, y esa nostalgia innata que se traslucía hasta en las escenas más aguerridas, le hicieron ganar pronto un considerable reconocimiento en nuestro medio.
            Sin embargo, todos aquellos años no fueron de absoluta felicidad pues se vieron atravesados por el dolor producido por una desgracia irremediable. En 1930, cuando tan sólo contaba con 19 años de edad, falleció Carlos López Claro. Toda la familia se sumió en una enorme tristeza; mas para Alberto, la muerte de uno de sus hijos sería un punto de inflexión que lo llevaría a cambiar drásticamente su visión de la vida y hasta trastocaría su paleta de colores y su concepción pictórica.
Aislado de cualquier influencia foránea, sin afanes de gloria, se convirtió en dueño de un mundo de alegorías místicas, transformándose en un particular iniciador de la Tradición de los Misterios y del Superrealismo. Aquella fatídica ausencia lo llevó a preocuparse por el destino, por el irrefrenable ciclo de la vida y la muerte, tratando de develarlo, de descubrirlo y entenderlo. Así, impensadamente, comenzó a transitar por un sendero de profundos contenidos místicos a los cuales con ductilidad convirtió en hechos plásticos.


El nacimiento de Claudio Lantier


El surrealismo o superrealismo es un concepto que proviene del francés surréalisme. Se trata de un movimiento literario y artístico que busca trascender lo real a partir del impulso psíquico de lo imaginario y lo irracional. Muchos han sido los artistas que se han convertido en auténticos referentes del surrealismo a lo largo de la historia. No obstante, entre todos ellos podríamos destacar, por ejemplo, al francés Marcel Duchamp que pasó a ser además un referente para el conocido movimiento pop. Entre sus obras más conocidas se encuentra “La fuente”. Tampoco hay que pasar por alto al español Salvador Dalí, uno de los mayores y mejores representantes del surrealismo que tiene tal vez como obra más significativa la que lleva por título “La persistencia de la memoria”.
De todas maneras, a pesar de no contar con el reconocimiento mundial, ni los recursos de los mencionados, Alberto López Claro supo construir su propio universo artístico en Azul, siendo un verdadero precursor en la materia.
A partir de 1931, las obras de Alberto comenzaron a aparecer firmadas bajo el seudónimo de Claudio Lantier, nombre adoptado de la novela del francés Émile Édouard Charles Antoine Zola (1840-1902).
            Zola, íntimo amigo del pintor Paul Cézanne, en quien se inspiró, escribió en 1886 “L’Oeuvre” (“La Obra”), novela en la que encarnó la figura de un pintor revolucionario, incomprendido, causa de burlas por parte de la burguesía parisina, rechazado en los salones de exposición y eterno disconforme con su arte, quien acaba suicidándose desesperado por la frustración. Ese personaje era Claudio Lantier.
            Muy posiblemente, Alberto se vio reflejado en muchos aspectos en la novela de Zola. Y aunque lejos estaría su pensamiento de acabar su vida con un suicidio, sin dudas sintió, palpó en primera persona, a la Muerte a través de la muerte de su hijo.
            Sin embargo, la vida siguió… Y su espíritu creador no se detuvo.


“Maná” y el “Pan” de la vida


En la mañana del domingo 23 de octubre de 1932, en el Colegio Nacional, don Alberto, María Aléx Urrutia Artieda, el rector de esa casa Reynaldo G. Martín, su segundo Julio García Hugoni (oriundo de Bahía Blanca) y David Cordeviola, movidos por la misma inquietud, decidieron fundar una entidad de arte. Fue el propio Alberto quien propuso el nombre Agrupación Artística “Maná”. Esta institución se convirtió en un verdadero referente cultural de la ciudad que generó salones de arte, conferencias y talleres. Entre 1936 y 1942 editó la revista “Maná” que en su primer número señalaba: “desde esta revista de la Agrupación, invitamos a los escritores, en el deseo de que contribuyan al agrandamiento de la cultura azuleña. Ello provocará el acercamiento intelectual y dará margen a que sus producciones literarias se difundan (…)”. La publicación alcanzó un total de 30 números y entre sus colaboradores se destacaron Alfonsina Storni, Fermín Estrella Gutiérrez, Carlos Leiva, Bartolomé J. Ronco, Alfredo L. Palacios, Amado Nervo y Rubén Darío.
Durante muchos años dictó cursos libres de Dibujo y Pintura en la Escuela Nocturna, en la Biblioteca Popular y en Maná, como así también en su domicilio particular.
Junto a personalidades de la cultura azuleña como Santo Glorioso y María Aléx Urritia Artieda, formó parte del cuerpo de docentes de la Universidad Popular “José Hernández” -emplazada en el edificio que actualmente ocupa la Facultad de Derecho en la calle Bolívar entre Burgos y De Paula-, fundada por el filántropo coleccionista cervantista y hernandiano, doctor Bartolomé J. Ronco, en la cual dictó clases de dibujo.
 Alberto supo desenvolverse con soltura en el mundo del arte. Fue un noble ejemplo para sus hijos. Pero por sobre todo encontró en su mujer su más valioso respaldo. 
La figura de su esposa fue su más preciado respaldo. Doña Emilia desarrolló una infatigable actividad que estuvo estrechamente vinculada a los trabajos de su esposo, de cuya obra ella fue una parte invisible, pero indispensable, que alentó al hombre en su cotidiana labor.
Desde 1950, por tres años, y bajo el nombre de “Discurrimientos”, Alberto o Claudio Lantier comenzó a escribir reflexiones -que numeró del 1 al 184- de carácter filosófico y poético. Muchas de ellas son extensiones de sus cuadros. Esta tarea la llevó a cabo hasta su fallecimiento. La minuciosa dedicación y empeño puestos en estos escritos denotan la imperiosa necesidad de comunicarse y comprender el mundo. En muchos aspectos, “Discurrimientos” sirvió para asimilar la esencia de su obra, para entender su misterioso impulso melancólico, complejo y apesadumbrado por el devenir universal, pero esperanzado en los valores primordiales del alma. Allí, con una excelente caligrafía apuntó: “1- En todo ideal hay una trayectoria de flecha, desde el soñador arquero hasta la lejana estrella”; “5- El arte es esencia imperecedera”; “7- El secreto de la grandeza, en su verdadera acepción, de un pueblo, estriba en su capacidad creadora concurrente a conformar y a mantener un clima propicio al florecimiento de virtudes dignificadoras, de genios, de santos o de héroes.”
En el invierno de 1952 creó la “Peña de Almas Pan”, integrada por unos quince jóvenes atraídos por su personalidad y bajo su influjo paternal se reunían para reflexionar sobre el arte en su hogar.
El jueves 23 de octubre de 1952, a los 70 años de edad, poco después del mediodía, Alberto López Claro, falleció repentinamente en su hogar de la Avenida Mitre N° 410. La capilla ardiente se montó en su propio domicilio, en su taller, entre sus cuadros.

Una amable sucesora


            En abril de 1953 Emilia Betinelli publicó el primer número de la revista “Pan, Vocero de Arte”, concretando así uno de los últimos anhelos de Alberto.

Dirigida y diagramada por aquella infatigable mujer, la revista apareció durante treinta y seis años. La labor periodística y cultural reflejada en “PAN” no pasó inadvertida, recibiendo su directora merecidos homenajes y distinciones a la tenacidad y empeño brindados en los 117 números publicados.



En 1935, Alberto López Claro realizó un autorretrato que desde la calma de su rostro adusto, invita al observador-observado a internalizarse en el arte y la magia de lo desconocido.



Viéndose a sí mismo como un ínfimo engranaje en la inmensidad, se retrató en tres momentos de su vida, siendo tal vez una de sus obras más significativas.




En su etapa costumbrista, López Claro pintó con una vívida paleta la realidad que se vivía en el Azul del siglo XIX, donde “dos mundos” se enfrentaban en una lucha que sólo sirvió para derramar sangre.