Alberto López Claro, esencia azuleña
Por Eduardo Agüero Mielhuerry
Alberto López
Claro
nació en Azul el 22 de septiembre de 1882. Sus padres fueron Elvira Claro Pedernera (nacida
en Azul en 1853) y Manuel López González (nacido en la aldea
española de Castropol en 1840), quienes contrajeron matrimonio en 1870. Tuvo
seis hermanos: Fernando
(1871), Arturo
(1874), Carlos
(1875), Manuel
(1877), Abelardo
(1879) y Armando (1884).
Cuando Alberto
era apenas un niño, en 1887, perdió a su madre Elvira que falleció con tan sólo
34 años de edad. Desde entonces la vida de la familia no fue sencilla, sin
embargo, el masón y polifacético Manuel -que hasta se convirtió en el primer
bibliotecario de la Biblioteca Popular (hoy “Bartolomé J. Ronco”)-, supo llevar
adelante las más diversas actividades para cubrir las necesidades de sus hijos.
Fue dueño de la Gran
Peluquería Española, ubicada en la esquina Oeste de la avenida Comercio y
Buenos Aires (actuales avenida Mitre y De Paula). Mas sus actividades no se
limitaban solamente a la peluquería y barbería de caballeros, sino que en el
mismo local también funcionaba una confitería con mesas de billar, y entre tanto
oficiaba como periodista.
Alberto fue alumno
de la Escuela Normal e impulsado por el afán con que su hermano mayor Fernando
se había volcado al arte, Alberto decidió, como también lo había hecho aquél,
viajar a la ciudad de Buenos Aires para estudiar en la Academia Estímulo
de Bellas Artes.
Para sostenerse
económicamente realizó ilustraciones para diversas publicaciones porteñas,
entre ellas el Semanario “El Infierno” (1902-1903). Sin embargo,
no pudo culminar sus estudios por razones económicas y debió regresar a Azul
con una considerable decepción, pero con un enorme bagaje de conocimientos que
lo impulsaron a continuar por el complejo camino del arte.
Por una casualidad
del destino conoció a la jovencita Emilia Betinelli, nacida en
Azul el 25 de abril de 1890, hija de los italianos Ángel Betinelli y Melania Ferioli.
Luego
de un breve noviazgo, el 16 de enero de 1908, contrajeron matrimonio. Y pronto
la familia comenzó a crecer; tuvieron ocho hijos: Evelina Elena
(1908), Alberto Rubens (1909), Carlos (1911), César
(1912), Hilda Blanca (1915), Saúl (1917), Emilia
Elvira (1918) y Manuel (1920).
Dotado
autodidacta, a pesar de las vicisitudes económicas que supieron apremiarlo,
gracias a su paso por la Academia de Estímulo de Bellas Artes comenzó a ejercer
como docente en la Academia de Arte “Ministro Pinedo”(Escuela Normal),
en el Colegio Nacional y en el Colegio Santa Teresa de Hinojo (Olavarría),
dirigido por las Hermanas Misioneras Siervas del Espíritu Santo.
Un punto de inflexión
Cargado de una
enorme sensibilidad, supo volcar en las telas diversos temas del pasado
azuleño, principalmente todo lo referido a las luchas fronterizas y al mundo
indígena con el que de alguna u otra forma había tomado contacto en su infancia
y juventud. Así, desarrolló una riquísima etapa costumbrista en su
carrera.
En los primeros años del deslumbrante siglo XX, conociendo los
extraordinarios dotes que ostentaba Alberto, el general Francisco Leyría le
solicitó la concreción de una obra. Así nació el “Retrato del General
Francisco Leyría”, que fuera realizado con una pintura clasicista y
moderna. Por entonces también pintó varios autorretratos y “Retrato del
general Esteban Pedernera” (que se encuentra en la Casa de Gobierno de
la provincia de San Luis), “Retrato de María Aléx Urrutia Artieda”,
“La mujer del pintor” (retrato de su esposa doña Emilia), “Retrato
de niña” (su hija Emilia Elvira, “Lola”), entre otros.
También dejó
rastros de su talento en diversas publicaciones ilustrando las portadas de Bernardino
Rivadavia (1908), Juvenilla (1919), El Bachiller
(1932), Unión Estudiantil y Rayitos (1935), y Maná
(1939). Además fue autor de afiches, publicidades e ilustraciones especiales
para actos conmemorativos, destacándose por ejemplo el afiche realizado para la
“Semana de Azul” (Día de la Raza, 1918).
Su paleta de
colores, las escenas tan reales y vívidas planteadas, y esa nostalgia innata
que se traslucía hasta en las escenas más aguerridas, le hicieron ganar pronto
un considerable reconocimiento en nuestro medio.
Sin
embargo, todos aquellos años no fueron de absoluta felicidad pues se vieron
atravesados por el dolor producido por una desgracia irremediable. En 1930,
cuando tan sólo contaba con 19 años de edad, falleció Carlos López Claro.
Toda la familia se sumió en una enorme tristeza; mas para Alberto, la muerte de
uno de sus hijos sería un punto de inflexión que lo llevaría a cambiar
drásticamente su visión de la vida y hasta trastocaría su paleta de colores y
su concepción pictórica.
Aislado de
cualquier influencia foránea, sin afanes de gloria, se convirtió en dueño de un
mundo de alegorías místicas, transformándose en un particular iniciador de la Tradición
de los Misterios y del Superrealismo. Aquella fatídica
ausencia lo llevó a preocuparse por el destino, por el irrefrenable ciclo de la
vida y la muerte, tratando de develarlo, de descubrirlo y entenderlo. Así,
impensadamente, comenzó a transitar por un sendero de profundos contenidos
místicos a los cuales con ductilidad convirtió en hechos plásticos.
El nacimiento de Claudio Lantier
El surrealismo
o superrealismo
es un concepto que proviene del francés surréalisme. Se trata de un
movimiento literario y artístico que busca trascender lo real a partir del
impulso psíquico de lo imaginario y lo irracional. Muchos han sido los artistas
que se han convertido en auténticos referentes del surrealismo a lo largo de la
historia. No obstante, entre todos ellos podríamos destacar, por ejemplo, al
francés Marcel Duchamp que pasó a ser además un referente para el
conocido movimiento pop. Entre sus obras más conocidas se encuentra “La
fuente”. Tampoco hay que pasar por alto al español Salvador Dalí,
uno de los mayores y mejores representantes del surrealismo que tiene tal vez
como obra más significativa la que lleva por título “La persistencia de
la memoria”.
De todas
maneras, a pesar de no contar con el reconocimiento mundial, ni los recursos de
los mencionados, Alberto López Claro supo construir su propio universo
artístico en Azul, siendo un verdadero precursor en la materia.
A partir de
1931, las obras de Alberto comenzaron a aparecer firmadas bajo el seudónimo de Claudio
Lantier, nombre adoptado de la novela del francés Émile Édouard Charles
Antoine Zola (1840-1902).
Zola,
íntimo amigo del pintor Paul Cézanne, en quien se inspiró, escribió en 1886 “L’Oeuvre”
(“La Obra”), novela en la que encarnó la figura de un pintor revolucionario,
incomprendido, causa de burlas por parte de la burguesía parisina, rechazado en
los salones de exposición y eterno disconforme con su arte, quien acaba
suicidándose desesperado por la frustración. Ese personaje era Claudio Lantier.
Muy
posiblemente, Alberto se vio reflejado en muchos aspectos en la novela de Zola.
Y aunque lejos estaría su pensamiento de acabar su vida con un suicidio, sin
dudas sintió, palpó en primera persona, a la Muerte a través de la muerte de su
hijo.
Sin embargo, la vida siguió… Y su
espíritu creador no se detuvo.
“Maná” y el “Pan” de la vida
En la mañana del
domingo 23 de octubre de 1932, en el Colegio Nacional, don Alberto, María
Aléx Urrutia Artieda, el rector de esa casa Reynaldo G. Martín,
su segundo Julio García Hugoni (oriundo de Bahía Blanca) y David
Cordeviola, movidos por la misma inquietud, decidieron fundar una
entidad de arte. Fue el propio Alberto quien propuso el nombre Agrupación
Artística “Maná”. Esta institución se convirtió en un verdadero
referente cultural de la ciudad que generó salones de arte, conferencias y
talleres. Entre 1936 y 1942 editó la revista “Maná” que en su
primer número señalaba: “desde esta revista de la Agrupación, invitamos a
los escritores, en el deseo de que contribuyan al agrandamiento de la cultura
azuleña. Ello provocará el acercamiento intelectual y dará margen a que sus
producciones literarias se difundan (…)”. La publicación alcanzó un total
de 30 números y entre sus colaboradores se destacaron Alfonsina Storni,
Fermín Estrella Gutiérrez, Carlos Leiva, Bartolomé
J. Ronco, Alfredo L. Palacios, Amado Nervo
y Rubén Darío.
Durante muchos
años dictó cursos libres de Dibujo y Pintura en la Escuela Nocturna, en la
Biblioteca Popular y en Maná, como así también en su domicilio particular.
Junto a
personalidades de la cultura azuleña como Santo Glorioso y María
Aléx Urritia Artieda, formó parte del cuerpo de docentes de la Universidad
Popular “José Hernández” -emplazada en el edificio que actualmente
ocupa la Facultad de Derecho en la calle Bolívar entre Burgos y De Paula-,
fundada por el filántropo coleccionista cervantista y hernandiano, doctor Bartolomé
J. Ronco, en la cual dictó clases de dibujo.
Alberto supo desenvolverse con soltura en el
mundo del arte. Fue un noble ejemplo para sus hijos. Pero por sobre todo
encontró en su mujer su más valioso respaldo.
La figura de su
esposa fue su más preciado respaldo. Doña Emilia desarrolló una infatigable
actividad que estuvo estrechamente vinculada a los trabajos de su esposo, de
cuya obra ella fue una parte invisible, pero indispensable, que alentó al
hombre en su cotidiana labor.
Desde 1950, por
tres años, y bajo el nombre de “Discurrimientos”, Alberto o
Claudio Lantier comenzó a escribir reflexiones -que numeró del 1 al 184- de
carácter filosófico y poético. Muchas de ellas son extensiones de sus cuadros.
Esta tarea la llevó a cabo hasta su fallecimiento. La minuciosa dedicación y
empeño puestos en estos escritos denotan la imperiosa necesidad de comunicarse
y comprender el mundo. En muchos aspectos, “Discurrimientos” sirvió para
asimilar la esencia de su obra, para entender su misterioso impulso
melancólico, complejo y apesadumbrado por el devenir universal, pero
esperanzado en los valores primordiales del alma. Allí, con una excelente
caligrafía apuntó: “1- En todo ideal hay una trayectoria de flecha, desde el
soñador arquero hasta la lejana estrella”; “5- El arte es esencia
imperecedera”; “7- El secreto de la grandeza, en su verdadera acepción,
de un pueblo, estriba en su capacidad creadora concurrente a conformar y a
mantener un clima propicio al florecimiento de virtudes dignificadoras, de
genios, de santos o de héroes.”.
En el invierno
de 1952 creó la “Peña de Almas Pan”, integrada por unos quince
jóvenes atraídos por su personalidad y bajo su influjo paternal se reunían para
reflexionar sobre el arte en su hogar.
El jueves 23
de octubre de 1952, a los 70 años de edad, poco después del mediodía, Alberto
López Claro, falleció repentinamente en su hogar de la Avenida Mitre N°
410. La capilla ardiente se montó en su propio domicilio, en su taller, entre
sus cuadros.
Una
amable sucesora
En abril de 1953 Emilia
Betinelli publicó el primer número de la revista “Pan, Vocero de Arte”,
concretando así uno de los últimos anhelos de Alberto.
Dirigida y diagramada por aquella infatigable mujer, la
revista apareció durante treinta y seis años. La labor periodística y cultural
reflejada en “PAN” no pasó inadvertida, recibiendo su directora merecidos
homenajes y distinciones a la tenacidad y empeño brindados en los 117
números publicados.
En 1935, Alberto López Claro realizó un
autorretrato que desde la calma de su rostro adusto, invita al
observador-observado a internalizarse en el arte y la magia de lo desconocido.
Viéndose a sí mismo como un ínfimo engranaje en
la inmensidad, se retrató en tres momentos de su vida, siendo tal vez una de
sus obras más significativas.
En su etapa costumbrista, López Claro pintó con
una vívida paleta la realidad que se vivía en el Azul del siglo XIX, donde “dos
mundos” se enfrentaban en una lucha que sólo sirvió para derramar sangre.
Me encantó, muy bien redactado. Bonitos recuerdos de mis bisabuelos.
ResponderEliminarMuchas gracias.
Me encantó, muy bien redactado. Bonitos recuerdos de mis bisabuelos.
ResponderEliminarMuchas gracias.
Germán Guillermo Brown
Muchas gracias por tus palabras!!!
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