El asesino menos pensado…
Por Eduardo Agüero Mielhuerry
Una mañana incierta, ella arribó al
pueblo donde su marido se había convertido en un hombre respetado, querido y
hasta por muchos admirado. Ella pronto notó la devoción que despertaba en la
comunidad y decidió mantener las apariencias. Aunque a decir verdad, él la
obligó a aceptar las nuevas reglas…
Vivían en hogares diferentes. Sin
embargo, el fruto del amor llegó: María Petrona nació el 24 de
julio de 1878. Y los vecinos se ocuparían de envolverla en mantos de
comentarios pecaminosos. En las calles del pueblo -que aspiraba a convertirse
en ciudad- se levantaban nubes de chismes, rumores y murmuraciones…
Los padres de la niña eran
extremadamente discretos. Sin embargo, algunos comentaban el sacrilegio que
cometían. Nadie quería creerlo. No podía ser verdad. Era imposible que Dios lo
permitiera.
Para evitar problemas mayores, él le
solicitó que vuelva con la niña a Buenos Aires. Muy a su pesar, Rufina arropó a
su beba y se marchó. Por algún tiempo las aguas se calmaron, pero él tomó el
hábito de viajar a visitarlas con resonante frecuencia…
A Olavarría…
Un día de 1880, Pedro Nolasco Castro Rodríguez,
recibió la notificación de su ascenso y tiempo más tarde otra le informaba
sobre su traslado. Olavarría sería su nuevo destino. El pueblo era mucho más
pequeño y por ende estaría más expuesto a las habladurías. En consecuencia,
debía cuidarse mucho más y aunque había sido ascendido, el traslado bien podría
haber sido un llamado de atención encubierto. Como fuese, debía cuidar su
reputación.
Como había ocurrido en Azul, además de
cumplir con su función específica, en Olavarría formó parte de importantes
instituciones como la Sociedad Española de Socorros Mutuos –a la que presidió-
y el Hospital Municipal. Cosechó el mismo cariño, sin embargo, no perdió la
costumbre de visitar a su familia y así se volvió a conformar una tormenta de
rumores.
El caos se desató cuando menos lo
esperaba…
En la gélida mañana del 5 de
junio de 1888, después de esperar un rato en el andén, Rufina y la
pequeña Petrona de apenas 9 años de edad, tomaron a las 8 el tren en la
Estación Constitución. Anoticiado gracias al telégrafo, Pedro las esperaría
entrada la tarde en Olavarría.
Con mucha alegría, pero invadido una vez
más por el temor a ser descubiertos, Pedro las recibió en su hogar donde
cenaron temprano. De sobremesa, los esposos tuvieron una discusión bastante
acalorada ya que, como Rufina sospechaba que él podía estar siéndole infiel,
había decidido instalarse en Olavarría. También le comunicó que había vendido
su propiedad en Buenos Aires y que con el dinero obtenido –unos $24.000 que
había depositado en la sucursal Azul del Banco Provincia, en la cuenta de
Pedro-, pensaba adquirir al menos una “casita” en el pueblo para quedarse y
formar una familia “como Dios manda”.
Pedro se puso extremadamente nervioso.
No entendía la reacción de su esposa. No comprendía como se atrevía a tirar a
la basura lo poco que habían logrado tener en los últimos años después de haber
pasado tantas miserias.
Cuando los ánimos se calmaron y las
mujeres se durmieron, Pedro aprovechó para escabullirse hacia la “Farmacia del Siglo” de Ventura Esteves.
Con un ardid distrajo al boticario –que lo atendió a aquellas horas por su
investidura- y le hurtó un frasco de sulfato de atropina.
Rufina lo esperaba despierta y no tardó
en increparlo. Lo acusaba de haber tenido alguna cita amorosa en ese rato de
ausencia. Ofuscado por lo situación, pero decidido a terminar con todo, la
engañó mostrándole el frasco en el que le dijo que había un calmante. Con pan y
abundante agua la incitó a tomar una alta dosis. El final no fue el esperado.
Rufina empezó a tener convulsiones, gritando desgarrada de dolor. Pedro trató
de contenerla y callarla tapándole la boca, pero ella parecía endemoniada e
incontenible. Asustado y desesperado agarró un martillo -con el que en la tarde
había estado trabajando-, pegándole dos golpes contundentes en la cabeza. Rufina
se desplomó… Un segundo de silencio. Y los alaridos volvieron, pero entonces
era Petrona quien gritaba ya que había contemplado toda la escena desde su
cama.
Cegado, Pedro no halló otro camino. Tomó
a la niña con fuerza y la obligó a beber lo que quedaba del veneno. Impávido,
la apretó contra su pecho conteniendo sus quejidos. Tres horas después, Petrona
falleció en brazos de su padre…
Pedro pasó la noche en la habitación.
Los cadáveres de su esposa y su hija yacían en el mismo sitio. Intentó dormir…
No estaba seguro si lo había conseguido…
Seguir disimulando…
Apenas salió el sol, Pedro Nolasco
Castro Rodríguez comenzó a pergeñar su salvación. Como si nada hubiera
sucedido, a media mañana recibió gente en su despacho y, cerca del mediodía,
con su maraña de mentiras a cuestas concurrió a solicitar un permiso de
inhumación.
Lejos de pensar que todo era una gigantesca
mentira, el empleado del Municipio que lo atendió chequeó los papeles que
aseguraban que en el tren nocturno arribaría desde un paraje el cadáver de Indalecia
Burgos, para quien se solicitaba el entierro y los responsos de orden,
con el pedido de hacerse cargo de los gastos que más tarde pagarían los
supuestos deudos y agregando que el certificado de defunción se extendería más
adelante dada la ausencia del médico.
Con la autorización en su poder, Pedro
concurrió luego a una carpintería para solicitar un cajón para una difunta que “era muy gorda”.
Cuando comenzó a caer la tarde, se
dispuso a arreglar y limpiar la escena de los crímenes. Arrastró a Rufina hasta
el féretro y a duras penas logró acomodarla dentro, no sin antes dejar un
extenso rastro de sangre semicoagulada que emanaba de la cabeza de su víctima.
Luego acomodó a la pequeña que en su rostro rígido evidenciaba sus últimos
instantes de sufrimiento y horror.
Colocó la tapa y tras hacer presión
logro ajustar los tornillos para cerrar el féretro. Luego cenó y se fue a
dormir. Al día siguiente tenía que continuar con sus mentiras…
Bien temprano solicitó los servicios de
la cochería de Donadío y siguiendo con la historia de engaños que había
entretejido pidió la inhumación del cuerpo. Nadie preguntó ni dijo nada cuando
al trasladar el féretro notaron que dejaba un rastro de sangre chorreante…
Temeroso de que algo pudiera salir mal,
pero al mismo tiempo siguiendo con su simulación, Pedro fue hasta el Cementerio
en otro carruaje para asegurarse que todo concluiría. Nada extraño sucedió.
Volvió a su casa, limpió todos los
rastros de sangre que habían quedado. Lavó la toalla que había usado para
evitar el desparramo de sangre, limpió los pisos y descartó en la letrina
cualquier otra prueba que lo comprometiera. Limpió también el martillo y ante
cualquier recuerdo perturbador que pudiera provocarle, prefirió esconderlo.
El 7 de junio de 1888, Pedro Nolasco
Castro Rodríguez retomó su vida habitual.
Conciencia delatora…
Como no le había sucedido hasta el
momento, el día en que su hija hubiera cumplido diez años, su recuerdo se hizo
presente prácticamente a cada instante. Desde entonces y hasta el 28 de julio
cuando vio llegar a la Policía, como si fuese un fantasma que presagiaba su
destino, la imagen viva de Petrona se erigía ante sus ojos. Pedro sentía que se
volvía loco y hasta se quebraba en llanto…
Ernesto Perín, el ex
sacristán de la Iglesia San José de Olavarría, había estado desde el día en que
renunció con su conciencia intranquila. Había visto demasiado y necesitaba
contarlo urgentemente. Finalmente lo hizo en La Plata, ante el
comisario Carlos Costa, a cargo de la Jefatura de la Policía de la
Provincia de Buenos Aires.
Costa decidió viajar inmediatamente a Olavarría,
con una pequeña comitiva (el médico Marcelino Aravena y el comisario
inspector Adolfo Massot, y algunos agentes de policía). Al llegar a la
estación de Azul, llamó telegráficamente al Comisario del pueblo donde habían
acontecido los crímenes y le ordenó la inmediata detención de Castro Rodríguez.
Cuando recibieron la noticia, los policías olavarrienses no podían dejar de
mirarse sorprendidos… ¿Tenían que detener a Castro Rodríguez? ¿Había matado a
su esposa y a su hija? ¿Pedro Nolasco Castro Rodríguez? La noticia corrió como
reguero de pólvora… ¡Nadie podía creerlo!
Después de intensos interrogatorios,
aunque con paupérrimos resultados, Costa decidió jugar su carta más fuerte al
momento de desenterrar a las víctimas. El 29 de julio, a las 14 horas, en la sepultura
N° 13 -donde según los registros yacía Indalecia Burgos-, se desarrolló
la exhumación de los cadáveres de Rufina y Petrona, tarea encabezada por el juez
de Paz del pueblo, Domingo Dávila, y los médicos Marcelino Aravena y Ángel
Pintos (que se hallaba residiendo en Olavarría), quienes finalmente
realizarían las autopsias pertinentes presentando un informe contundente.
A cierta distancia de la escena
principal, Carlos Costa tenía a Castro Rodríguez a su lado esposado. Con
convicción, Costa le aseguró que si no confesaba y brindaba todos los datos
requeridos, lo llevaría junto a los cuerpos corrompidos. Pedro se quebró y
hasta lloró impresionado… Confesó cada detalle…
Rumbo a La Plata, con escala en Azul…
El 30 de julio de 1888, a las 16 horas, Costa
y su gente tomaron el tren con destino a La Plata. Llevaban detenido a Castro
Rodríguez vestido con un sobretodo color café oscuro, sombrero y poncho al
cuello, a quien debieron trasladar en medio de una marea de personas que lo
insultaban.
Inevitablemente, el tren se detuvo
en la estación del Azul. Decenas de vecinos escandalizados se acercaron a la
formación ferroviaria para clamar justicia, amenazando con linchar al
desfachatado impostor y asesino. Insultos, escupitajos y algunos desmanes
menores en los andenes fueron la postal dibujada por los feligreses azuleños
que no salían de su estupor al haberse confirmado, después de tantos rumores,
la doble vida que había llevado el sacerdote Pedro Nolasco Castro Rodríguez
quien había estado algunos años al frente de la Iglesia Nuestra Señora del
Rosario y que impiadosamente había puesto punto final a la vida de su esposa y
su hija.
El Padrecito…
Pedro Nolasco Castro Rodríguez había nacido en
1844, en La Coruña, España. Y según los certificados que tenía en su poder,
había cursado en aquél país la carrera eclesiástica, recibiendo las órdenes
pertinentes.
Sin causas conocidas, había decidido
emigrar al “Nuevo Mundo” y su primer destino fue Montevideo, en la República
Oriental del Uruguay. Tras conocer al pastor de la Iglesia Anglicana, Mr.
Thompson, con quien trabó amistad, renunció públicamente al catolicismo.
Gracias a él, Castro Rodríguez había conseguido viajar a la ciudad de Buenos
Aires donde transmutó otra vez y se convirtió en protestante bajo el amparo del
doctor en teología, Real, de quien debió alejarse tras intentar fallidamente
envenenarlo en 1870.
Por entonces, acarreando las miserias
propias de su alma y las de su economía maltrecha, había conocido a Rufina
Padín y Chiclano, hija de un jefe militar, que no lo ayudaría a cambiar
su suerte monetaria, pero que aliviaría los pesares de su ser.
Sin fortuna alguna, Pedro se habría
presentado ante el Arzobispo de Buenos Aires suplicando perdón –ocultando su
unión con Rufina- y pidiendo su reincorporación a la iglesia católica. Así, en
1877 fue nombrado teniente cura en el Azul, hacia donde se trasladó.
En 1880 había sido ascendido a cura
párroco y luego fue transferido a Olavarría para hacerse cargo de la Parroquia
(que se erigía donde hoy se levanta el Teatro Municipal), transformándose así
en el primer sacerdote del pueblo, nombrado el 7 de julio de 1882 por
monseñor León Federico Aneiros.
Después de asesinar a su esposa y a su
hija, había escondido el martillo detrás de la imagen de San José que
presidía el Altar del Templo olavarriense. Su crimen hubiera permanecido impune
de no haber sido por la denuncia de su ex sacristán, Ernesto Perín, quien
había renunciado a su servicio luego de haber cuestionado fuertemente al
Sacerdote por la desaparición de la mujer y la niña a las que él les había preparado
y servido la cena –sin saber los vínculos que las unían al religioso-, y
cuestionarle las manchas que parecían de sangre, diseminadas en distintos
lugares del templo, que en definitiva había sido la escena secundaria del
crimen.
Pedro Nolasco Castro Rodríguez fue condenado
a muerte aunque frente al pedido de clemencia por parte del acusado,
fue finalmente condenado a reclusión perpetua.
Cumplió su condena en la celda
N° 13 en el Penal de Sierra Chica.
Preso, falleció a las 6:15 de la mañana
del 27
de enero de 1896.
Al cuerpo lo sepultaron en el cementerio
de Olavarría, pero luego fue exhumado y su cráneo llevado por el doctor Juan B.
Aranda para ser estudiado.
EL DATO:
El artículo está basado en la investigación del olavarriense Walter Minor, publicada bajo el título “El relato verídico del cura que asesinó a su familia”, en infoeme.com el 13 de febrero de 2011, a la que se sumaron datos obtenidos por el autor del presente.