miércoles, 22 de abril de 2020

Una historia de "Páginas Vueltas"

Una historia de “Páginas Vueltas”


Por Eduardo Agüero Mielhuerry


El 30 septiembre de 1947, la ciudad de Azul tuvo el honor de recibir al cubano Nicolás Guillén. La Agrupación Artística Maná y el Jockey Club Azul, fueron las dos instituciones que aunaron esfuerzos para concretar la visita del consagrado poeta.
El diario “El Tiempo” en su edición del 26 de septiembre anunciaba: “Singular expectativa ha despertado este recital poético, en virtud de las cualidades sobresalientes de Guillén, descontándose que será crecido el número de personas que asistirá a esta audición, que se iniciará a las 19:30.”.
Al día siguiente, en las páginas del matutino se presentó una escueta semblanza del poeta: “Nacido en Cuba en 1902, Nicolás Guillén es hoy uno de los grandes poetas modernos de habla castellana. Desde su iniciación literaria, en toda su obra Guillén ha sostenido la presencia del negro en la poesía española, como un modelo de expresión americana. Sus libros ‘Motivos de Son’ y ‘Sóngoro Cosongo’, donde la temática y el ritmo corresponden a la danza popular cubana, son una prueba evidente de ello, y su última obra, ‘El son entero’, de muy reciente aparición en Buenos Aires, no hace más que ratificar ampliamente en la sorprendente desenvoltura de sus versos, ese propósito tan noble y firme del grande poeta cubano. Toda la obra de Guillén es de un desbordante contenido humano de una frescura rítmica inimitable. Su poesía, expresiva, profundamente emotiva y tierna, es poesía valedera y trascendente (…).
Finalmente, en su edición del 1 de octubre, “El Tiempo” titulaba: “Fue magnífico el recital brindado anoche por el poeta Guillén”. Sin embargo, más allá de lo excepcional que resultara el espectáculo brindado por el cubano, lo verdadera y exquisitamente interesante fue lo que sucedió fuera del escenario…


En “Páginas Vueltas”


            En 1982, cuando Nicolás Guillén cumplió 80 años de edad, publicó sus memorias bajo el título “Páginas Vueltas”. En el capítulo III, el célebre cubano cuenta su experiencia en Azul, relato en el cual, a decir verdad, muy poca importancia le da a su actuación. Sin embargo, cuenta meticulosamente su trascendente encuentro con el doctor Bartolomé José Ronco:

“A corta distancia de Buenos Aires y en la misma provincia, está la ciudad de Azul. Si no fuera porque el nombre le viene de un río que se llama así, sería cosa de pensar que anduvo en su fundación la mano de un poeta. Víctor Hugo hubiera podido ser, o Rubén Darío…
El arte es lo azul, decía el autor de La leyenda de los siglos, con aquella vaguedad que era tan grata a los románticos. Y el cantor de los cisnes no sólo dio el nombre de Azul a su primer libro, sino que prodigó luego el color del cielo -¡ay, que no es cielo, ya se sabe, ni es azul!- a lo largo de su embriagadora poesía, construida en un metal nuevo, sonoro y fino.
Por supuesto que el salto desde la gran metrópoli del Plata, con sus tres millones de seres humanos, hasta la suave paz de una risueña villa del interior argentino, que apenas llega a los sesenta mil, es como para restregarse los ojos. Con todo y la enorme diferencia de carácter que por aquellas tierras hay entre Buenos Aires y lo demás, siempre es posible el hallazgo de algunos puntos de comparación que nos permitan relacionar las ciudades más importantes del país con el opulento centro urbano que lo encabeza (…).
Azul espera todavía su hora. Azul –y esto no va en su desdoro- es aún una ciudad pacata, tierna, con su casino familiar, con su clara modorra y lento dominó. Allí el fragor de la urbe reciente se transforma en susurro, la vida aquiétase de pronto, y el oleaje impetuoso del alto mar se hace onda pacífica que sofoca su espuma cautelosa sobre la arena. Lírico, pero cierto. ¡Qué sensación de descanso la de meternos en esa paz tibia, luego del tráfico inclemente de una capital en erupción! No sé, en verdad, si mi amigo el señor Blas Dhers, que me invitó a tal aventura, sabe cómo quedó de firme en mi espíritu el recuerdo de ella, y de qué modo aquel simpático viaje en ferrocarril que hicimos juntos tuvo para mí una insospechada trascendencia, por las cosas que enseguida contaré.
En la Argentina, dicho sea para empezar, la preocupación y ocupación cultural es faena de primera categoría. No es ya Buenos Aires, con sus academias, sus ateneos, sus salas de conferencias, sus bibliotecas, sus librerías, sus teatros, sus exposiciones, sus museos, sus editoras, sus grandes diarios y revistas, y en términos generales su caudalosa vida intelectual, que abarca los más diversos planos del espíritu: es todo el país. Cada ciudad, por pequeña que parezca, cuenta con un núcleo de amigos de las artes y las letras, organizados en forma varia y en perpetua vigilia frente al panorama nacional, o para hablar con más acierto, frente a la actividad cultural que tiene por escenario el Río de la Plata. No llega, pues, a la capital, figura de algún conocimiento a quien falte luego invitación por parte de esos grupos para visitar el interior de la República: tales heroicos amigos afrontan los gastos de traslado y residencia, y retribuyen de manera generosa la actividad intelectual del visitante, el cual siéntese por lo demás agasajado y atendido con una discreción, con una fineza que en nada desmerecen al ámbito porteño.
La cosa fue que cierto día recibí un telegrama de alguien para mí desconocido: el señor Blas Dhers, arquitecto. El señor Dhers me invitaba, a nombre de un grupo de amigos de la sociedad de Azul, a pronunciar una conferencia y leer un puñado de versos… Acepté de inmediato, y trabada ya amistad con mi comunicante, vine al conocimiento de que éste era un hombre de cernida cultura, muy asiduo queredor de la música, alejado de toda militancia política y tan fino de espíritu como bondadoso de corazón. Con él me fui a Azul, pues, una tarde, y allí llegamos ya bien de noche, luego de tres o cuatro horas de viaje en tren. ¿Qué había que hacer? Nada… Esperar al día siguiente, que era el de mi debut y dormir con toda dignidad en un hotel de gran estilo, bajo el frío seco de que hace gala aquella encantadora región en el invierno.”.


“Mi amigo el Dr. Ronco…”


“(…) en Azul tenía yo un amigo, el doctor Bartolomé Ronco, abogado, notario, bibliófilo, hombre de mucho viaje y mucha lectura, con quien me había relacionado en Buenos Aires en casa de Toño Salazar. De manera que no bien fue hora adecuada para ello, lo llamé por teléfono para cumplimentarlo.
-Estoy enfermo-  me dijo desde la otra punta del hilo-.Pero véngase por acá para que charlemos
Fui, naturalmente. No era nada grave, aunque veíase forzado a guardar cama. A mitad de nuestra conversación, el doctor Ronco se interrumpió súbitamente, y dirigiéndose a su secretario, le pidió que me enseñara “el libro que él sabía”.
-¿Qué libro es, si se puede decir?- le pregunté.
- Uno que tengo aquí, y que quiero mostrarle. Ya lo verá…
Pero el secretario regresó con las manos vacías, pues no pudo dar con el volumen. El doctor Ronco me explicó entonces:
-Se trata de un libro de Martí; un tomito que perteneció a Estanislao Zeballos, y el cual está formado por los “Versos sencillos”, puestos en primer término,  a pesar de que son de fecha posterior, y el “Ismaelillo”. Deje… Ya aparecerán: yo quiero que usted los vea.
Esto era al mediodía. Por la noche, a primera hora, dispuesto ya a salir, vino el secretario al hotel y me entregó el volumen en cuestión. Sin tiempo para otra cosa, no tuve más remedio que guardarlo para cuando yo volviera de la calle. Regresé tarde, por lo que me metí en la cama y no desperté hasta bien entrada la mañana siguiente… A penas hay que decir que mi primer pensamiento fue para el libro. Me incorporé en su busca, y ya con él en las manos, me eché de nuevo para leerlo con toda comodidad.
Era efectivamente lo que me había dicho el doctor Ronco: un pequeño tomo encuadernado en tela negra, que comenzaba con los “Versos sencillos”, impresos como se sabe en Nueva York, año de 1891. En segundo lugar, el “Ismaelillo”, editado en la misma ciudad en 1882. En la portada del primero, que conservó el encuadernador, aparece tachado con lápiz rojo el apellido Martí. En la propia carátula también está tachada la palabra sencillos del título, y subrayado en rojo la palabra Versos. Debajo, tres iniciales con letras de molde: E. S. Z. Seguí hojeando el ejemplar, y de inmediato di con una dedicatoria de puño y letra de Martí, en la página anterior a la falsa portada. Sólo que el encuadernador, al cortar el volumen, se llevó con la cuchilla parte de lo escrito, por lo que nada más se lee lo siguiente: “___autor de un poema___ estos octosílabos sinceros de su servidor. José Martí. N. York, Nov.23/93”.
            Prosiguiendo el examen, noté tres nuevas particularidades: una marca o línea perpendicular, en el margen derecho de la página siete, hecha a lápiz, que empieza donde dice: ‘Y la agonía en que viví, hasta que pude confirmar la cautela y el brío de nuestro pueblo…’, y termina en la página siguiente vuelta, con la marca de lápiz en el margen izquierdo, y donde se lee: ‘a veces susurra la abeja merodeando entre las flores’. Otra marca corresponde a la bien conocida redondilla “Para Aragón en España”, etc., en la página 23. La última hallábase en estos versos: “Corazón que lleva rota/el ancla fiel del hogar/va como barca perdida/que no sabe adónde va…”, en la página 26.
El Ismaelillo fue encuadernado sin carátula. Aunque la dedicatoria está más completa, también el corte del encuadernador hizo su estrago. Dice así: “Sr. Estanislao S. Zeballo, que tiene un hijo___ su amigo y servidor. José Martí. N. 93”. Falta evidentemente la contracción Al, y también algo relativo a la fecha y el lugar en que fue dedicado el libro: Nueva York, seguramente, pues en el 93 estaba Martí en esa ciudad.
Mientras observaba yo esto, un pensamiento malsano ocupaba mi mente con la terquedad de una idea fija ¿Y si me quedara con el volumen? Sin embargo, ¿cómo hacerlo? Pedírselo al doctor Ronco me parecía un abuso de confianza; robárselo era todavía algo peor… Con infantil egoísmo pensaba que aquella joya debía quedarse en mis manos, a fuer de ser yo compatriota de Martí, bien que no podía ignorar los títulos de mi amigo para conservarla en las suyas, aunque sólo fuera por haber nacido él en la misma patria que Zeballos…
            En la duda, habíame decidido por lo mejor, esto es, plantearle mis pretensiones sin ambages, cuando hojeando una vez más el libro, me atrajo una escritura en la que no había reparado antes. Me lancé sobre ella, y ¡oh sorpresa!, el libro era mío… El doctor Ronco me lo dedicaba a su vez, con unas palabras que callo, no ya por modestia, sino por rubor, de tan finas y generosas que ellas son. Él me explicó luego que el tomito llegó a sus manos junto con otros libros que habían pertenecido a la biblioteca del prócer argentino, muerto en 1923, a los setenta años de su edad, la misma que por esa fecha hubiera contado Martí, pues ambos vinieron al mundo en 1853.
            Zeballos fue una de las figuras más vigorosas de la política y las letras de su patria durante la segunda mitad del siglo pasado y buena parte del actual. Escritor varias veces ministro y diputado, decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, internacionalista de mucha consistencia, hallábase justamente encargado del Ministerio de Relaciones Exteriores en 1891 cuando Martí se vio forzado a renunciar a su cargo de cónsul argentino en Nueva York, a causa de la presión española. Martí, ya es sabido, no estuvo en el Río de la Plata, pero fue colaborador asiduo de La Nación durante nueve años, y sus escritos eran leídos con avidez en todos los medios cultos de la América adonde el gran diario de Mitre llegaba. ¿Le envió a Buenos Aires sus versos Martí a Zeballos? Tal vez… Aunque bien pudo habérselos entregado en el propio territorio de la Unión, pues por esos tiempos de la dedicatoria, en 1894, el autor de ‘La dinastía de los zorros’ era embajador de su país en Washington. De que Martí lo estimaba y quería, es prueba lo que hablando del eminente argentino dice en el número de “Patria” de fecha 22 de noviembre del último año mentado (…).
De todas suertes, ello es que Zeballos guardó con firme aprecio los versos de Martí; los encuadernó para su biblioteca, y allí estuvieron hasta la hora de su muerte, hace más de medio siglo, en que al dispersarse con otros libros por el territorio de la patria, vinieron a dar a las manos de un argentino generoso, cultivado, inteligente, que los pasó a las mías. Grande fue el regalo, y como tal lo recibí y conservo, seguro de que el honor que ello significa no corresponde tanto a mis merecimientos como a mi buena fortuna. (…)”.


A los pies de Martí…


            Guillén dejó nuestra ciudad en los primeros días de octubre de 1947. Aquella fue la última vez que estuvo con su amigo, el doctor Bartolomé J. Ronco, pues sus vidas circularon por diversos caminos. Sin embargo, entre sus pertenencias, Guillén se llevó el magnífico obsequio, ese libro que viajó por el mundo y tal vez hoy se encuentre resguardado en alguna biblioteca…

Después de una prolífica vida legándole a la humanidad versos maravillosos, Nicolás Cristóbal Guillén Batista falleció a los 87 años de edad, en La Habana, Cuba, el 16 de julio de 1989. El mundo de las letras lo lloró con profundo pesar y su pueblo cubano le rindió un último homenaje siendo su cuerpo velado a los pies del monumento a su héroe nacional José Martí, en la plaza de la Revolución.





 

José Martí, Estanislao Zeballos, Nicolás Guillén y Bartolomé Ronco unidos en una misma historia de “Páginas Vueltas”.

1 comentario:

  1. Cuantas historias que voy conociendo de Azul, muy interesante ,me acerca a estas personas que hicieron tanto x nuestra ciudad, gracias

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