El “mago” de las acuarelas
Por Eduardo Agüero Mielhuerry
Alberto Carlos Otero Maffoni nació en Azul el 21 de
septiembre de 1920. Fue el único hijo del matrimonio conformado
por Manuel
Otero (oriundo de Tandil, hijo de inmigrantes españoles) y Teresa
Maffoni (azuleña, descendiente de inmigrantes italianos), quienes se
habían casado poco antes, el 20 de diciembre de 1919 en la Iglesia Nuestra
Señora del Rosario de Azul.
Alberto fue bautizado el 7 de mayo de 1923 -en el mismo
templo en que se casaron sus padres-, y sus padrinos fueron sus abuelos
maternos, Dionisio Maffoni y Luisa Guerci de Maffoni.
Siendo muy pequeño, su familia se trasladó a la ciudad de
Tandil. Estudió en el Colegio “San José”, el primer
establecimiento católico de varones de la serrana ciudad y la primera obra de
los Hermanos de la Sagrada Familia de Belley, en la Argentina.
Aunque no lo demostrara asiduamente, Alberto poseía una
condición innata para el dibujo, captando minuciosos detalles de su entorno.
También percibía y reproducía en papel y lápiz con gran ductilidad una amplia
variedad de colores y tonalidades.
Alberto comenzó a pintar asiduamente hacia 1936, cuando
circunstancialmente descubrió todo un universo de experiencias a través de
óleos y pinceles. Todo comenzó un día de lluvia, cuando salía del colegio rumbo
a su hogar y decidió deambular con algunos compañeros hacia el Parque
Independencia, a unas cuadras de su establecimiento educacional.
En una amplia terraza del paseo, donde se encontraban los
tradicionales jardines ornamentados con coníferas y canteros de estilo italiano
cultivados con variadas especies florales, Carlos tuvo un encuentro decisivo, a
tal punto que cambiaría el rumbo de su vida. Allí estaba el inmigrante francés José
Rayú, un excelente floricultor que denodadamente trabajaba en el Parque
desde su creación. El cielo estaba cubierto y el ambiente húmedo, por lo que el
jardinero se hallaba seleccionando semillas porque no podía trabajar en los
canteros por el agua. Alberto observaba unas flores y expresó: “¡Qué lindas son!”, a lo que el
trabajador le respondió: “Las flores hay
que verlas en París”, y recalcó: “Ni a pincel se puede hacer una flor como
las de Francia…”.
Alberto siguió paseando con sus amigos, pero la última frase
que pronunció Rayú quedó retumbando en su cabeza. A media tarde, ese mismo día,
el joven compró un pincel y tubos de óleo. Así, buscando rebatir aquello de “Ni a pincel…” empezó su carrera en la
pintura, anhelando perfeccionarse en cada pincelada.
A los dos años realizó su primera muestra de
variados óleos, pero no quedó conforme con el resultado y se sintió frustrado,
aunque no dejó de pintar.
Primeros
pasos…
Durante muchos años trabajó con óleos desarrollándose en
dicha técnica porque sus docentes se la recomendaban, pues resulta mucho más
práctica al momento de hacer cualquier corrección. Entre sus maestros
estuvieron el pintor y grabador de Tres Arroyos –radicado en Tandil-, Guillermo
Teruelo, sobrino del afamado olavarriense Dámaso Arce, y el tandilense Ernesto
Rafael Valor, alguna vez nombrado como el “poeta del paisaje”.
Teruelo, “el más
expresionista de la época”, marcó los primeros pasos de Alberto. En el
mismo sentido, consustanciados con el paisaje de Tandil, sus sierras y sus
árboles, sus pájaros y su cielo, Valor acostumbraba salir a la calle con sus
alumnos, con sus pinceles, con su sombrero de siempre y su toscano en la
comisura de sus labios, para captar con aptitud inigualable las pequeñas casas
al borde del camino, las variaciones de la luz en días de tormenta, el sol
mañanero alumbrando el sendero entre las hojas, alguna figura humana devorada
por la luz y el color. Con él, Alberto comenzó a desenvolverse plenamente,
concibiendo para sus obras infinidad de paisajes urbanos o rurales que luego se
verían reflejados también en acuarelas.
A medida que pasaban los años, Alberto también se vinculó
con otros pintores y supo ser un ferviente admirador de Pío Collivadino
(1869-1945, pintor, grabador y escenógrafo argentino) y Tito Soubidet (1891 –
1943, acuarelista nacido en Tapalqué, que residió en Azul y dictó cátedras de
pintura en Francia).
También contó entre sus docentes en la Escuela Nacional de Bellas Artes
“Prilidiano Pueyrredón” de la ciudad de Buenos Aires a tres artistas
destacadísimos. Por un lado el reconocido Enrique de Larrañaga (1900-1956),
con quien se hallaba emparentado, que dejando atrás temas españoles pasó a
ocuparse de paisajes y temas circenses. Por otra parte, Alberto María Rossi (1879
– 1965), integrante del “Grupo Nexus” junto a la figura central de Pío
Collivadino, pintor cuya obra estaba signada por escenas circenses y payasos,
escenas de la vida nocturna y cotidiana, y paisajes urbanos. Y finalmente Roberto
Rossi (1896 – 1957), creador de naturalezas muertas y temas de flores
que fueron evolucionando desde un realismo hasta una figuración de poético
clima, a partir de un dibujo preciso con ricos y precisos colores.
Por fuera de lo académico, Alberto mantuvo una estrecha y
profunda amistad con el profesor de Dibujo y Decoración Samuel Mallo López (1905
– 1994).
Como consecuencia de la influencia de estas personalidades
del arte, sin lugar a dudas, en sus obras, técnicas y temáticas se hallan
claramente las raíces que marcaron la trayectoria del azuleño para convertirlo
finalmente en un reconocido acuarelista, destacado por sus paisajes
urbanos y rurales y sus mágicos payasos nacidos de pocos y
enigmáticos trazos.
Arte,
arte, arte…
A comienzos de la década del ’40 el Frigorífico “La Negra” (Compañía
Sansinena de Carnes Congeladas), instalado en Avellaneda, contaba con unas
doscientas sucursales en Capital Federal, Gran Buenos Aires, Rosario, La Plata,
Mar del Plata, Bahía Blanca y Río Colorado y muchos barrios porteños contaban
con una carnicería de la familia Sansinena. Alberto Carlos Otero Maffoni era
viajante de la empresa cárnica. Sin embargo, antes de terminar la década, dejó
su empleo seguro y productivo y se volcó abiertamente hacia la pintura.
Por entonces retornó a su ciudad natal y conoció a la que
poco después se convertiría en su esposa. El 21 de mayo de 1949, Alberto Carlos
contrajo matrimonio con la azuleña Juana Lucía Amoroso (hija de José
Amoroso y Ana María Cantellucci), en la Iglesia Catedral de nuestra ciudad,
ante el cura párroco José Ráed.
La pareja tuvo dos hijos. Primero nació Alberto Manuel, el 1 de
junio de 1951 y luego llegó Julio César, que nació el 1 de
septiembre de 1960.
Ejercía como profesor en la Escuela de Bellas Artes, pero
esto no lo complacía plenamente. Como buen autodidacta, él amaba crear
libremente. Después de la creación, a puro instinto y con la música clásica
girando en el tocadiscos, el artista armaba un rollo o llenaba una carpeta y
salía a la calle a ofrecer su producción, recorriendo no solamente Azul, sino
también ciudades como Olavarría, Tandil, Mar del Plata o Buenos Aires e incluso
la provincia de La Pampa. Así mantenía el hogar.
Silencioso, recluido y entregado a la laboriosidad diaria de
su taller, Alberto dedicó sus acuarelas a ricos motivos, íntimos y cotidianos
de la historia de la pintura. Durante su vida hizo un trabajo tan modesto como
iluminado.
Munido de talento y concentración, pintó durante casi
cincuenta años. En el camino hizo del género una excusa para desplegar su
propio mundo de verdades fluidas. Pero lejos de la repetición árida y vacía,
Alberto logró plasmar en tintas desde abiertos paisajes serranos o calles
empedradas y carruajes, hasta icónicos payasos
o simples
floreros y algunos escasos barcos.
Sus primeras pinturas, vinculadas con intenciones
alegóricas, fueron convencionales, pero si se las observaba bien, las
pinceladas rápidas de color sobre el vidrio de un botellón o el asa de una
fuente de barro, ya anunciaban lo que vendría.
La pasión obsesiva del artista en colaboración con sus
materiales. Alberto tenía sus “días
particulares”, con situaciones a veces torpes y alborotadas, y también con
momentos inspirados, inspiradísimos, en especial con el color. Así, una
aparente simple mancha naranja nos dice todo lo que se sabe sobre la luz cuando
colisiona con una fruta que se torna dulcísima como el paisaje.
Su pintura se volvió más austera y la paleta restringida.
Buscando nuevos horizontes cambió su manera de pintar: las formas se volvieron
difusas, los planos se rebatieron, el color se potenció y el óleo se trastocó en acuarela.
Nuevo
mundo
La
acuarela
es una pintura sobre papel o cartulina con colores diluidos en agua. Los
colores utilizados son transparentes (según la cantidad de agua en la mezcla) y
a veces dejan ver el fondo del papel (blanco), que actúa como otro verdadero
tono. En sus procedimientos se emplea la pintura por capas transparentes, a fin
de lograr mayor brillo y soltura en la composición que se está realizando. En
la pintura china, coreana y japonesa ha sido un medio pictórico dominante,
realizado frecuentemente en tonalidades monocromáticas negras o sepia.
El
término acuarela se refiere frecuentemente a la acuarela transparente o al
gouache (una forma opaca de la misma pintura.).
La
acuarela está hecha de pigmento fino o tinta mezclada con goma arábiga para
darle cuerpo y glicerina o miel para darle viscosidad y unir el colorante a la
superficie a pintar. Un relleno sin pigmentar se añade al gouache para dar
opacidad a la pintura.
La
técnica “transparente” de la acuarela implica la superposición de
lavados finos y se basa en la blancura del papel para obtener sus efectos y los
toques de luz. A medida que se superponen más lavados el color se hace más
profundo. El color de la acuarela se puede modificar añadiendo o quitando agua,
usando pinceles, esponjas o trapos.
La
acuarela da muchas posibilidades: la técnica del lavado permite crear
degradados o lavados uniformes, incluso superposición de colores. Con la
técnica “húmedo sobre húmedo” se pinta con la acuarela sobre el soporte
previamente humedecido, obteniendo un efecto diferente. También se pueden
realizar lavados del pigmento una vez seco, dependiendo del papel, del pigmento
y la temperatura del agua.
Reconocimiento
al talento
Fiel a su carácter afable, pero un tanto retraído al momento
de mostrar su trabajo ante grupos numerosos, Alberto realizó exposiciones de
sus obras en varias ocasiones.
Con apenas 20 años, en 1940, realizó una muestra en el ahora
mítico “Refugio Maná”, en el subsuelo de la Biblioteca Popular de Azul
(hoy “Bartolomé J. Ronco”). Seis años más tarde realizó una importante muestra
en su ciudad por adopción, Tandil, en la Biblioteca Popular “Bernardino Rivadavia”;
poco después, en 1949, expuso sus trabajos en el Centro Cultural de La Plata.
En dos años consecutivos, Azul tuvo el privilegio de contar con sendas muestras
realizadas en 1960 y 1961, en la “Galería Guarella” (en el primer
piso de la Óptica), en el Arsenal Naval Azopardo y en la
localidad de Chillar. Finalmente, en 1962, Alberto volvió a exponer en Tandil,
cerrando así prácticamente su ciclo de muestras.
Entretanto, participó de diversos concursos, obteniendo
importantes premios y reconocimientos como fuera el caso de “Maná” en 1949 y en
el Museo Municipal de Bellas Artes de Tandil, en el cual, además de varios
segundos y terceros puestos, obtuvo la máxima distinción en 1954, 1969, 1970 y
1971. También obtuvo el Primer Premio del Salón de Acuarelas
de Tandil bajo la consigna “Sol”, realizado en el año 1985.
Conocido popularmente -en buena medida por su
perseverancia-, recibió importantes ofertas de galerías capitalinas y de
afamados marchands que quisieron representarlo. Sin embargo, fiel a su
estilo, rechazó cada propuesta persuadido en concebir a la pintura como una
actividad genuina y por sobre todas las cosas, natural. Consecuente con su
pensamiento, jamás logró concretar obras “por encargo”, pues él íntimamente
estaba convencido de que todo debía fluir, como el agua de sus acuarelas,
aunque bajo la estricta observancia de la disciplina.
Asimismo, los autodidactas le merecieron el mayor de sus
respetos y les dejó un rotundo consejo: “Ellos
tienen que hacer una pequeña escuela al lado de un maestro de dibujo, porque si
no saben ‘plantar’ un paisaje, no deben iniciar la tarea. Trabajar con la
naturaleza y no con las reproducciones. Tomar un tema sencillo, fácil, como
puede ser una casita o un portón viejo, y dibujarlo y después darle color. No
debe dibujar imaginando. Imaginar es para los grandes maestros. El arte es
oficio y hay que trabajar mucho en él. Es difícil. Es como un orfebre, un
violinista. Cuanto más pinta más fácil se le hace. A la acuarela se la debe
tomar como una expresión agradable, espontánea, para que de esa manera
transmita paz y tranquilidad”.
¡En
cada rincón!
Entre los años ’60 y ’70, Alberto vivió su etapa de
esplendor. Pintaba afanosamente todos los días, conservando la originalidad y
frescura a pesar de la abundancia de su creación, estimada en un total de más
de 5.000 acuarelas. De este número apabullante, unas 300 traspusieron las
fronteras de nuestro país y llegaron a Europa, África y Estados
Unidos, siendo obsequiadas por el autor a diversas personalidades.
Sus trabajos se podían disfrutar casi en cualquier parte. De
hecho, restablecidas las relaciones diplomáticas entre Argentina y Japón, la Embajada
de nuestra República emplazada en la ciudad de Tokio, supo estar decorada con
obras del artista azuleño.
Llegó a hacer las decoraciones del “Gran Hotel Azul”
(intervino con sus obras el hall principal, el restaurante y pasillos), y del “Hotel
Mar del Plata” de nuestra ciudad, como así también el embellecimiento
del “Gran
Hotel Avenida” de la ciudad de Las Flores, entre otras. Y dado el
carácter y la gracilidad de sus payados, sus obras llegaron a diversos establecimientos
educacionales de Azul y a las salas pediátricas del Sanatorio
Anchorena de Buenos Aires, de la Clínica “San Luis” de Mar del Plata
y de la Clínica Modelo de Tandil.
Alberto se dedicó también a pintar numerosos lugares que
marcaron la historia local. Una acuarela realizada por Alberto refleja
“mágicamente” el que fuera el primer Hospital de Tropa del Azul, luego hogar
de Cipriano Catriel. La casa que fuera originalmente propiedad de
Ventura Miñana (padre del Comandante Matías B. y Miñana), estaba ubicada en la
esquina Oeste de las calles XVI y XXVI (actuales Corrientes y Colón). La obra,
cargada de vívidas tonalidades de anaranjado y morado, fue realizada en 1973 y
se preserva en la Biblioteca Pública “Monseñor Cáneva”. Lamentablemente, la casa fue
demolida hace algunos años.
Sus obras fueron centenares, pero en todas buscó la simpleza
y la esencia de lo que reflejaba a través de sus acuarelas. También supo hacer tarjetas
para celebraciones, en las cuales cada invitado recibía una acuarela hecha especialmente.
Fluir
hacia la eternidad
A muchas obras les puso títulos aunque no era su costumbre.
Así nacieron “La casa de Juan”, “Paisaje”, “De Tandil”, “Caserío”,
“La
casa de López”, “De Azul” y “Mancha”, entre muchos
otros. Todos sus trabajos llevan su trazo inconfundible, el que no necesita
firmas sino sensibilidad para ser interpretado puramente en su eterna fluidez.