domingo, 28 de febrero de 2021

El "mago" de las acuarelas

                     El “mago” de las acuarelas

  

Por Eduardo Agüero Mielhuerry

      

Alberto Carlos Otero Maffoni nació en Azul el 21 de septiembre de 1920. Fue el único hijo del matrimonio conformado por Manuel Otero (oriundo de Tandil, hijo de inmigrantes españoles) y Teresa Maffoni (azuleña, descendiente de inmigrantes italianos), quienes se habían casado poco antes, el 20 de diciembre de 1919 en la Iglesia Nuestra Señora del Rosario de Azul.

Alberto fue bautizado el 7 de mayo de 1923 -en el mismo templo en que se casaron sus padres-, y sus padrinos fueron sus abuelos maternos, Dionisio Maffoni y Luisa Guerci de Maffoni.

Siendo muy pequeño, su familia se trasladó a la ciudad de Tandil. Estudió en el Colegio “San José”, el primer establecimiento católico de varones de la serrana ciudad y la primera obra de los Hermanos de la Sagrada Familia de Belley, en la Argentina.

Aunque no lo demostrara asiduamente, Alberto poseía una condición innata para el dibujo, captando minuciosos detalles de su entorno. También percibía y reproducía en papel y lápiz con gran ductilidad una amplia variedad de colores y tonalidades.

Alberto comenzó a pintar asiduamente hacia 1936, cuando circunstancialmente descubrió todo un universo de experiencias a través de óleos y pinceles. Todo comenzó un día de lluvia, cuando salía del colegio rumbo a su hogar y decidió deambular con algunos compañeros hacia el Parque Independencia, a unas cuadras de su establecimiento educacional.

En una amplia terraza del paseo, donde se encontraban los tradicionales jardines ornamentados con coníferas y canteros de estilo italiano cultivados con variadas especies florales, Carlos tuvo un encuentro decisivo, a tal punto que cambiaría el rumbo de su vida. Allí estaba el inmigrante francés José Rayú, un excelente floricultor que denodadamente trabajaba en el Parque desde su creación. El cielo estaba cubierto y el ambiente húmedo, por lo que el jardinero se hallaba seleccionando semillas porque no podía trabajar en los canteros por el agua. Alberto observaba unas flores y expresó: “¡Qué lindas son!”, a lo que el trabajador le respondió: “Las flores hay que verlas en París”, y recalcó: “Ni a pincel se puede hacer una flor como las de Francia…”.

Alberto siguió paseando con sus amigos, pero la última frase que pronunció Rayú quedó retumbando en su cabeza. A media tarde, ese mismo día, el joven compró un pincel y tubos de óleo. Así, buscando rebatir aquello de “Ni a pincel…” empezó su carrera en la pintura, anhelando perfeccionarse en cada pincelada.

A los dos años realizó su primera muestra de variados óleos, pero no quedó conforme con el resultado y se sintió frustrado, aunque no dejó de pintar.

 

Primeros pasos…

 

Durante muchos años trabajó con óleos desarrollándose en dicha técnica porque sus docentes se la recomendaban, pues resulta mucho más práctica al momento de hacer cualquier corrección. Entre sus maestros estuvieron el pintor y grabador de Tres Arroyos –radicado en Tandil-, Guillermo Teruelo, sobrino del afamado olavarriense Dámaso Arce, y el tandilense Ernesto Rafael Valor, alguna vez nombrado como el “poeta del paisaje”.

Teruelo, “el más expresionista de la época”, marcó los primeros pasos de Alberto. En el mismo sentido, consustanciados con el paisaje de Tandil, sus sierras y sus árboles, sus pájaros y su cielo, Valor acostumbraba salir a la calle con sus alumnos, con sus pinceles, con su sombrero de siempre y su toscano en la comisura de sus labios, para captar con aptitud inigualable las pequeñas casas al borde del camino, las variaciones de la luz en días de tormenta, el sol mañanero alumbrando el sendero entre las hojas, alguna figura humana devorada por la luz y el color. Con él, Alberto comenzó a desenvolverse plenamente, concibiendo para sus obras infinidad de paisajes urbanos o rurales que luego se verían reflejados también en acuarelas.

A medida que pasaban los años, Alberto también se vinculó con otros pintores y supo ser un ferviente admirador de Pío Collivadino (1869-1945, pintor, grabador y escenógrafo argentino) y Tito Soubidet (1891 – 1943, acuarelista nacido en Tapalqué, que residió en Azul y dictó cátedras de pintura en Francia).

También contó entre sus docentes en la Escuela Nacional de Bellas Artes “Prilidiano Pueyrredón” de la ciudad de Buenos Aires a tres artistas destacadísimos. Por un lado el reconocido Enrique de Larrañaga (1900-1956), con quien se hallaba emparentado, que dejando atrás temas españoles pasó a ocuparse de paisajes y temas circenses. Por otra parte, Alberto María Rossi (1879 – 1965), integrante del “Grupo Nexus” junto a la figura central de Pío Collivadino, pintor cuya obra estaba signada por escenas circenses y payasos, escenas de la vida nocturna y cotidiana, y paisajes urbanos. Y finalmente Roberto Rossi (1896 – 1957), creador de naturalezas muertas y temas de flores que fueron evolucionando desde un realismo hasta una figuración de poético clima, a partir de un dibujo preciso con ricos y precisos colores.

Por fuera de lo académico, Alberto mantuvo una estrecha y profunda amistad con el profesor de Dibujo y Decoración Samuel Mallo López (1905 – 1994).

Como consecuencia de la influencia de estas personalidades del arte, sin lugar a dudas, en sus obras, técnicas y temáticas se hallan claramente las raíces que marcaron la trayectoria del azuleño para convertirlo finalmente en un reconocido acuarelista, destacado por sus paisajes urbanos y rurales y sus mágicos payasos nacidos de pocos y enigmáticos trazos.

 

Arte, arte, arte…

 

A comienzos de la década del ’40 el Frigorífico “La Negra” (Compañía Sansinena de Carnes Congeladas), instalado en Avellaneda, contaba con unas doscientas sucursales en Capital Federal, Gran Buenos Aires, Rosario, La Plata, Mar del Plata, Bahía Blanca y Río Colorado y muchos barrios porteños contaban con una carnicería de la familia Sansinena. Alberto Carlos Otero Maffoni era viajante de la empresa cárnica. Sin embargo, antes de terminar la década, dejó su empleo seguro y productivo y se volcó abiertamente hacia la pintura.

Por entonces retornó a su ciudad natal y conoció a la que poco después se convertiría en su esposa. El 21 de mayo de 1949, Alberto Carlos contrajo matrimonio con la azuleña Juana Lucía Amoroso (hija de José Amoroso y Ana María Cantellucci), en la Iglesia Catedral de nuestra ciudad, ante el cura párroco José Ráed.

La pareja tuvo dos hijos. Primero nació Alberto Manuel, el 1 de junio de 1951 y luego llegó Julio César, que nació el 1 de septiembre de 1960.

Ejercía como profesor en la Escuela de Bellas Artes, pero esto no lo complacía plenamente. Como buen autodidacta, él amaba crear libremente. Después de la creación, a puro instinto y con la música clásica girando en el tocadiscos, el artista armaba un rollo o llenaba una carpeta y salía a la calle a ofrecer su producción, recorriendo no solamente Azul, sino también ciudades como Olavarría, Tandil, Mar del Plata o Buenos Aires e incluso la provincia de La Pampa. Así mantenía el hogar.

Silencioso, recluido y entregado a la laboriosidad diaria de su taller, Alberto dedicó sus acuarelas a ricos motivos, íntimos y cotidianos de la historia de la pintura. Durante su vida hizo un trabajo tan modesto como iluminado.

Munido de talento y concentración, pintó durante casi cincuenta años. En el camino hizo del género una excusa para desplegar su propio mundo de verdades fluidas. Pero lejos de la repetición árida y vacía, Alberto logró plasmar en tintas desde abiertos paisajes serranos o calles empedradas y carruajes, hasta icónicos payasos o simples floreros y algunos escasos barcos.

Sus primeras pinturas, vinculadas con intenciones alegóricas, fueron convencionales, pero si se las observaba bien, las pinceladas rápidas de color sobre el vidrio de un botellón o el asa de una fuente de barro, ya anunciaban lo que vendría.

La pasión obsesiva del artista en colaboración con sus materiales. Alberto tenía sus “días particulares”, con situaciones a veces torpes y alborotadas, y también con momentos inspirados, inspiradísimos, en especial con el color. Así, una aparente simple mancha naranja nos dice todo lo que se sabe sobre la luz cuando colisiona con una fruta que se torna dulcísima como el paisaje.

Su pintura se volvió más austera y la paleta restringida. Buscando nuevos horizontes cambió su manera de pintar: las formas se volvieron difusas, los planos se rebatieron, el color se potenció y el óleo se trastocó en acuarela.

 

Nuevo mundo

 

La acuarela es una pintura sobre papel o cartulina con colores diluidos en agua. Los colores utilizados son transparentes (según la cantidad de agua en la mezcla) y a veces dejan ver el fondo del papel (blanco), que actúa como otro verdadero tono. En sus procedimientos se emplea la pintura por capas transparentes, a fin de lograr mayor brillo y soltura en la composición que se está realizando. En la pintura china, coreana y japonesa ha sido un medio pictórico dominante, realizado frecuentemente en tonalidades monocromáticas negras o sepia.

El término acuarela se refiere frecuentemente a la acuarela transparente o al gouache (una forma opaca de la misma pintura.).

La acuarela está hecha de pigmento fino o tinta mezclada con goma arábiga para darle cuerpo y glicerina o miel para darle viscosidad y unir el colorante a la superficie a pintar. Un relleno sin pigmentar se añade al gouache para dar opacidad a la pintura.

La técnica “transparente” de la acuarela implica la superposición de lavados finos y se basa en la blancura del papel para obtener sus efectos y los toques de luz. A medida que se superponen más lavados el color se hace más profundo. El color de la acuarela se puede modificar añadiendo o quitando agua, usando pinceles, esponjas o trapos.

La acuarela da muchas posibilidades: la técnica del lavado permite crear degradados o lavados uniformes, incluso superposición de colores. Con la técnica “húmedo sobre húmedo” se pinta con la acuarela sobre el soporte previamente humedecido, obteniendo un efecto diferente. También se pueden realizar lavados del pigmento una vez seco, dependiendo del papel, del pigmento y la temperatura del agua.

 

Reconocimiento al talento

 

Fiel a su carácter afable, pero un tanto retraído al momento de mostrar su trabajo ante grupos numerosos, Alberto realizó exposiciones de sus obras en varias ocasiones.

Con apenas 20 años, en 1940, realizó una muestra en el ahora mítico “Refugio Maná”, en el subsuelo de la Biblioteca Popular de Azul (hoy “Bartolomé J. Ronco”). Seis años más tarde realizó una importante muestra en su ciudad por adopción, Tandil, en la Biblioteca Popular “Bernardino Rivadavia”; poco después, en 1949, expuso sus trabajos en el Centro Cultural de La Plata. En dos años consecutivos, Azul tuvo el privilegio de contar con sendas muestras realizadas en 1960 y 1961, en la “Galería Guarella” (en el primer piso de la Óptica), en el Arsenal Naval Azopardo y en la localidad de Chillar. Finalmente, en 1962, Alberto volvió a exponer en Tandil, cerrando así prácticamente su ciclo de muestras.

Entretanto, participó de diversos concursos, obteniendo importantes premios y reconocimientos como fuera el caso de “Maná” en 1949 y en el Museo Municipal de Bellas Artes de Tandil, en el cual, además de varios segundos y terceros puestos, obtuvo la máxima distinción en 1954, 1969, 1970 y 1971. También obtuvo el Primer Premio del Salón de Acuarelas de Tandil bajo la consigna “Sol”, realizado en el año 1985.

Conocido popularmente -en buena medida por su perseverancia-, recibió importantes ofertas de galerías capitalinas y de afamados marchands que quisieron representarlo. Sin embargo, fiel a su estilo, rechazó cada propuesta persuadido en concebir a la pintura como una actividad genuina y por sobre todas las cosas, natural. Consecuente con su pensamiento, jamás logró concretar obras “por encargo”, pues él íntimamente estaba convencido de que todo debía fluir, como el agua de sus acuarelas, aunque bajo la estricta observancia de la disciplina.

Asimismo, los autodidactas le merecieron el mayor de sus respetos y les dejó un rotundo consejo: “Ellos tienen que hacer una pequeña escuela al lado de un maestro de dibujo, porque si no saben ‘plantar’ un paisaje, no deben iniciar la tarea. Trabajar con la naturaleza y no con las reproducciones. Tomar un tema sencillo, fácil, como puede ser una casita o un portón viejo, y dibujarlo y después darle color. No debe dibujar imaginando. Imaginar es para los grandes maestros. El arte es oficio y hay que trabajar mucho en él. Es difícil. Es como un orfebre, un violinista. Cuanto más pinta más fácil se le hace. A la acuarela se la debe tomar como una expresión agradable, espontánea, para que de esa manera transmita paz y tranquilidad”.

 

¡En cada rincón!

 

Entre los años ’60 y ’70, Alberto vivió su etapa de esplendor. Pintaba afanosamente todos los días, conservando la originalidad y frescura a pesar de la abundancia de su creación, estimada en un total de más de 5.000 acuarelas. De este número apabullante, unas 300 traspusieron las fronteras de nuestro país y llegaron a Europa, África y Estados Unidos, siendo obsequiadas por el autor a diversas personalidades.

Sus trabajos se podían disfrutar casi en cualquier parte. De hecho, restablecidas las relaciones diplomáticas entre Argentina y Japón, la Embajada de nuestra República emplazada en la ciudad de Tokio, supo estar decorada con obras del artista azuleño.

Llegó a hacer las decoraciones del “Gran Hotel Azul” (intervino con sus obras el hall principal, el restaurante y pasillos), y del “Hotel Mar del Plata” de nuestra ciudad, como así también el embellecimiento del “Gran Hotel Avenida” de la ciudad de Las Flores, entre otras. Y dado el carácter y la gracilidad de sus payados, sus obras llegaron a diversos establecimientos educacionales de Azul y a las salas pediátricas del Sanatorio Anchorena de Buenos Aires, de la Clínica “San Luis” de Mar del Plata y de la Clínica Modelo de Tandil.

Alberto se dedicó también a pintar numerosos lugares que marcaron la historia local. Una acuarela realizada por Alberto refleja “mágicamente” el que fuera el primer Hospital de Tropa del Azul, luego hogar de Cipriano Catriel. La casa que fuera originalmente propiedad de Ventura Miñana (padre del Comandante Matías B. y Miñana), estaba ubicada en la esquina Oeste de las calles XVI y XXVI (actuales Corrientes y Colón). La obra, cargada de vívidas tonalidades de anaranjado y morado, fue realizada en 1973 y se preserva en la Biblioteca Pública “Monseñor Cáneva”. Lamentablemente, la casa fue demolida hace algunos años.

Sus obras fueron centenares, pero en todas buscó la simpleza y la esencia de lo que reflejaba a través de sus acuarelas. También supo hacer tarjetas para celebraciones, en las cuales cada invitado recibía una acuarela hecha especialmente.

 

Fluir hacia la eternidad

 

A muchas obras les puso títulos aunque no era su costumbre. Así nacieron “La casa de Juan”, “Paisaje”, “De Tandil”, “Caserío”, “La casa de López”, “De Azul” y “Mancha”, entre muchos otros. Todos sus trabajos llevan su trazo inconfundible, el que no necesita firmas sino sensibilidad para ser interpretado puramente en su eterna fluidez.

            Alberto Carlos Otero Maffoni falleció en Azul, a los 70 años de edad, el 5 de febrero de 1991.









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