El prodigioso “Pichón” azuleño
Su abuela Francisca María Lucía Arrillaga,
casada en segundas nupcias con Paulino Rodríguez Ocón, fue una
presencia muy importante afectivamente para César. Por su parte, su abuelo -uno
de los primeros periodistas de Azul-, cuando César tenía unos 9 años, lo
enviaba a hacer las notas de los circos que visitaban Azul. Por el resto de su
vida César recordaría aquello con mucha emoción e intensidad. De hecho, alguna vez
en un espectáculo se maravilló con una pequeña daga con una piedra verde que
una mujer usaba durante un número. Al dejar la pista, la mujer lo vio tan
entusiasmado con la pieza que se la regaló.
Durante su infancia vivió en
diferentes lugares de la ciudad, dado que su madre como maestra solía cambiar
de domicilio cuando era asignada a otra escuela, recordando con especial afecto
una casa en el histórico barrio “La Tosquera”. Luego se mudó a la calle Colón
(actual Avenida Carlos Pellegrini), frente a la entrada del Parque Municipal. También
vivió algún tiempo en la casa de sus abuelos, una de las más viejas de Azul,
ubicada en la Avenida Bartolomé Mitre N° 487, hogar donde plantó un roble que
aún subsiste. Viviendo allí entabló un estrecho vínculo con los jóvenes vecinos
Otto
Freitas y “Peco” López Claro.
Por bellos caminos…
Al descubrir el maravilloso mundo de los títeres comenzó a trabajar
esporádicamente junto a Aldo Alessandri en el Círculo
Católico de Obreros.
A los 18 años, cuando terminó el
secundario en la Escuela Normal, César se fue a Buenos Aires para buscar
trabajo. Imbuido por el espíritu docente que reinaba en su hogar, en el seno de
esa arraigada familia de educadores azuleños, ingresó como maestro de primer
grado inferior en la Escuela Normal N° 1 “Mariano Acosta”
de la Capital Federal, en la cual ejercería durante los próximos veinticinco
años de su vida y luego sería regente del Departamento de aplicación.
En la ciudad de Buenos Aires
conoció a Herminia De Robertis quien años más tarde se convertiría en su
esposa y madre de sus hijas. Por entonces, su ambición era estudiar Letras,
pero por diferentes razones no logró culminar la carrera.
Poco después, junto a su hermano Eduardo Julio y su inseparable amigo
Otto, fundó el teatrino itinerante “Trotacaminos”. Andaban de plaza en
plaza, de feria en feria…
Hacia 1945, cuando Otto montó su propio retablo (“La Nube”), Herminia
pasó a integrar el trio de titiriteros. Con la misma pasión siguieron
un hermoso camino trashumante…
Con su “Trotacaminos” recorrió a partir de la década del ’40 gran
parte del país, dictando al mismo tiempo cursos para maestros, generalmente con
el auspicio de las direcciones de Cultura nacional y bonaerense. Asimismo, fue
el presidente fundador de la Asociación Titiriteros de la Argentina
(A.T.A.), entidad que nació inspirada por los más nobles propósitos cumpliendo
una obra realmente meritoria.
César, apodado cariñosamente “Pichón”, sostenía que el teatro
para niños no puede ser “el del ‘alumno’
ni el del niño de la pedagogía, ni el de la puericultura, ni el del ‘hombre del
futuro’, ni el del cliente del cotillón, sino el del niño vital, visceral, el
del niño auténtico y cierto, y no el del inventado y clasificado por una
psicopedagogía petulante y trasnochada. El del niño externo.
El del niño que
sueña ‘figuras sin dibujar’ como decía García Lorca, oyendo antiquísimas
leyendas populares como son los cuentos clásicos y no danza al son de viejas
consejas o sátiras políticas que hoy son rondas populares como Mambrú ni ante
las pedagógicas canciones escolares con moraleja y banda rítmica”.
Luego de un largo noviazgo, César
contrajo matrimonio con Herminia el 16 de enero de 1950. Dos
años después nacería Mónica María, luego Ester
María y dos años y medio más tarde, Guadalupe María.
Azul
en el alma
Dictó la cátedra de didáctica en el curso del magisterio. La capacidad
creadora y las inquietudes educativas de César desbordaban el ámbito de la
escuela. Sus impulsos lo llevaron a distintas manifestaciones culturales: la
poesía, la prosa volcada en el libro, el títere, la música el estudio a fondo
de todo lo autóctono en las expresiones del canto, las danzas, costumbres, etc.
Fue un ferviente defensor de los valores culturales azuleños. En una
conferencia titulada: “Viaje desde el olvido: Alfredo Rafaelli Sarandría”,
que brindó en el Centro Cultural Horizontes de Azul, el 16 de octubre de 1950, se
preguntaba cómo era posible que hasta ese momento una sola calle de nuestra
ciudad llevara el nombre de un azuleño: Manuel Castellár. Entonces se
preguntó: “¿Equivaldría eso a afirmar que
hubo un solo hombre digno de ser recordado en una ciudad que desde todo punto
de vista, por su tradición histórica, cultural y económica figura entre las
primeras de nuestra provincia?”.
Su domicilio solía estar siempre
lleno de gente porque César era una persona muy carismática. Siempre había
músicos, escritores, titiriteros… gente del a cultura. César era un músico
nato. Tocaba muy bien el piano, aunque nunca había estudiado.
Le gustaba tocar jazz y algunos tangos de Julio De Caro. Sin embargo, era muy
crítico del tango, no lo consideraba música representativa de Buenos Aires,
quizá porque repudiaba su origen marginal y prostibulario, y la figura del
compadrito. Así lo expresó en su libro “Biografía
y antibiografía del folklore” que publicó poco antes de morir.
Tocaba, además, la guitarra
y el charango.
Armaba las voces de diversos grupos y tuvo su propio grupo folklórico que se
llamaba “Llastay”, con el cual cumplió una intensa actividad
actuando también en nuestra ciudad, inclusive ante el micrófono de Radio
Azul.
En el ámbito familiar, César era
un padre muy cariñoso y extremadamente sensible. Le gustaba mucho la música
clásica y compraba una colección que se vendía con un disco. Siempre los
escuchaba con su hija Guadalupe y los dos terminaban llorando emocionados.
Fue editor de la revista “Trujamán” y de un par de libros de
poemas que editó el Centro Cultural Horizontes de Azul. Además resultó autor de
numerosas obras que son parte del repertorio de muchos titiriteros
latinoamericanos como “El Astrólogo y la Niña”, “El
invento Maravilloso” y “La casa embrujada”, que son sus
textos más conocidos.
Poeta de vena exquisita, dejó publicaciones como “Trompo de colores”
(1946), “El retorno del adolescente” (1951), “La Ventana” y “El
hombre cotidiano” (1973), este último presentado en el Teatro San
Martín de la Capital Federal, junto con “Biografía y antibiografía del folklore”
(prosa), obras que vieron la luz cuando su salud lamentablemente estaba
quebrada.
Amigos y títeres para iniciar la última gira…
César y su amigo Otto
dejaron su huella en Azul. El
arte de los títeres en nuestra ciudad quedó signado por una influencia netamente
europea. En cuanto a los títeres de guante que manipulaba César López Ocón la
influencia provenía de Federico García Lorca y en el caso
de Otto Freitas de titiriteros que pasaban por Azul viajando de pueblo en
pueblo. De hecho, gracias a la iniciativa de César, Azul fue la primera ciudad
del país que tuvo su Semana Nacional del Títere, cumplida
desde el 4 al 10 de abril de 1965. Hubo más de veinte funciones en
distintos lugares de nuestro distrito, participando titiriteros de renombre
nacional e internacional como Javier Villafañe, Ariel Bufano, Pepe Ruiz,
Roberto Blanco, Lucho Claysen y el propio López Ocón.
Además de las funciones hubo una exposición, se dictaron cursos y en
la Isla de los Poetas del Parque Municipal “Domingo F. Sarmiento” fue descubierto
un monolito dedicado a Otto Freitas, en cuyo homenaje fue instituido el 4 de
abril como “Día del titiritero”.
Todo esto se debió al puro sentimiento azuleño de López Ocón, quien a
pesar de vivir lejos del terruño, nunca estuvo desvinculado del mismo y siempre
le preocupó su progreso y sobre todo su avance cultural.
Era un hombre con un carácter fuerte, culturalmente muy inquieto. Era
discutidor y amante de la polémica en temas culturales. También era éticamente
muy estricto.
Por esas cosas del destino, Aurelio César López Ocón, que era un
apasionado folklorista y había escrito sobre el folklore, murió en la ciudad de
Buenos Aires el “Día de la Tradición”, el 10 de noviembre de 1973. Fue
sepultado en el Cementerio de la Chacarita.
En el sepelio de César López Ocón hablaron los señores Oscar
Andreoni, José de Jesús Pérez Ruiz y Pepe Ruiz. El primero de ellos,
docente jubilado al igual que el extinto, lo hizo en nombre de los compañeros
de magisterio en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta; el señor Pérez
Ruiz por los amigos y Pepe Ruiz por los titiriteros.
Esto fue lo dicho por Andreoni:“Quienes
tuvimos el privilegio de compartir las tareas docentes con Aurelio César López
Ocón, en el viejo edificio de la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta,
veinte o treinta años atrás, no podremos olvidar jamás la singular
personalidad, la extraordinaria eficacia docente, la seriedad y la dedicación
de quien durante largos años fuera ejemplar maestro de su primer grado
inferior, y que llegara a dirigir como regente, el Departamento de Aplicación,
al final de su carrera.
Porque López Ocón
poseía un tacto exquisito para tratar a los niños, especialmente a los de más
corta edad. Había algo mágico, algo que jamás seré capaz de reproducir con
palabras, en esa cordial y respetuosa relación que él sabía establecer con sus
alumnos, relación que allanaba todas las dificultades, que solucionaba todos
los problemas.
Ahora, vistas las
cosas con la perspectiva del tiempo viejo y zumbón, en cuya presencia era más
fácil reír que permanecer serio. El chiste agudo, el retruécano feliz, la
palabra mordaz pero siempre bondadosa, estaban permanentemente a flor de los
labios de ese hombre noble y sensible.
En la contratapa de
su último libro de poesías, “Hombre Cotidiano”, que tuve el honor y la pena de
recibir de sus propias manos en su lecho de muerte, estampó “es cruel pero
esclarecedora perspectiva”, creo atisbar la profunda razón de ese milagro. Todo
se debía simplemente a esto: López Ocón era un poeta, un verdadero, un
auténtico poeta, y sus alumnos quedaban, desde el primer minuto de clase,
aprisionados en la sutilísima red de su poesía, que florecía en amor, en
entrega total a la tarea docente.
Pero esa poesía, era
bondad y ese amor tenían, en López Ocón, características personalísimas que el
conferían un particular encanto. No era el suyo, como podría desprenderse de
mis palabras, un espíritu angelical, divorciado de las realidades de la vida
cotidiana. Era, por lo contrario, un espíritu tratas palabras, definitorias de
su estilo: “Las palabras quieren decir una cosa o la otra. Yo siempre hablo de
la otra”.
Volcó buena parte de
su actividad en otra forma de estar junto a los niños: el teatro de títeres. Y
allí también estampó su impronta.
Recuerdo, en alguna
de las pocas obras para títeres que le vi representar que campeaba en ellas el
mismo espíritu travieso que caracterizó su vida. Los chicos reían a carcajadas
de las ocurrencias de sus personajes. Pero otro tanto hacíamos los grandes,
porque también para nosotros había humorismo -y del bueno- entremezclado en la
fina urdimbre de sus diálogos.
Sus libros, en los
que brilla su fino espíritu poético, siempre agudo y siempre dedicado a señalar
males sociales, a fustigar injusticias o a ridiculizar prejuicios, son la
imagen viva de su personalidad, inolvidable para cuantos le conocimos y le
quisimos.
Este es el López
Ocón que yo conocí y a quien rindo hoy, como compañero de tareas, mi último y
emocionado homenaje.
No quisiera dejar
caer sobre sus restos palabras de las que él reiría, como rió siempre de los
convencionalismos y de las solemnidades.
Por eso me limitaré
a decirle: ‘Adiós Lopecito. Tus compañeros te recordarán mientras vivan’.”.
Por su parte el Sr. Pérez Ruiz leyó el poema “El titiritero Otto Freitas anda de gira” que López Ocón dedicó a
su amigo de toda la vida. Bellas palabras adjudicables a almas sensibles como
la de Otto y la del propio César.
EL DATO
Un
monolito en la Isla de los Poetas del Parque Municipal “Domingo F. Sarmiento”
también recuerda a “Pichón” como
un referente artístico.
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