La dinastía Torras
En la década del ’70 del siglo XIX, en la esquina este de Burgos y Alsina (actual Yrigoyen) supo erigirse uno de los hoteles más icónicos de Azul. Llamado en sus inicios Hotel “La Amistad” (o “de la Amistad”) cubría una superficie de un cuarto de manzana, siendo por muchos años uno de los establecimientos de su tipo más importantes de la ciudad. Como detalle del solar, vale marcar que allí se instalaron mucho antes, en 1832, José Luis Toledo y su esposa Pascuala Correa, tatarabuelos a la postre del general Juan D. Perón. Pero esa es otra historia…
“La Amistad”
Juan Torras (1845), recientemente llegado de España, fue quien diera origen al Hotel. Estaba casado con su coterránea Carmen Cantó (1850); la pareja llegó con el pequeño Juan Pedro (1865) y se radicaron en el que se convertiría en su emprendimiento familiar.
El Hotel “La Amistad” tenía una ubicación
privilegiada, frente a la entonces Plaza Colón, en pleno centro de la actividad
social y comercial de Azul. Alguna de las primeras referencias que puede encontrarse fue dada
por el periodista Remigio Lupo, cronista de
un diario de Buenos Aires, que acompañó la comitiva alrededor del entonces ministro
de Guerra, general Julio Argentino Roca, que inició desde Azul la que se
denominaría “Conquista del Desierto”
en abril
de 1879. Lupo escribió:
“Las autoridades y el vecindario esperaban al Ministro de la Guerra en la estación. Una Comisión de vecinos nos acompañó hasta el Hotel de la Amistad, donde nos alojamos. La Empresa del Ferrocarril del Sud obsequió con un espléndido lunch al Ministro y a su Comitiva en el salón del tren, preparado suntuosamente para el objeto”.
Sigue la mención de Estanislao Zeballos en su obra “Viaje al país de los araucanos” en la que cuenta, entre otras, su estadía en Azul en noviembre de 1879:
“(…) Llegamos al Azul, al fin! Eran las 8 de la noche, llovía a cántaros, y yo, rifle a la espalda y maletas en la mano, descendí del tren, creyéndome perdido entre un gentío desconocido. Apenas puse los pies en el andén, corrió hacia mí una densa ola humana, me envolvió tumultuosamente, sentí el cuerpo oprimido por repetidos abrazos, vibraba el aire herido por voces de acento amigo y cariñoso, y en menos tiempo del necesario para reponerme de la sorpresa, fui arrebatado y conducido a un grupo de carruajes.
-¡Mi equipaje! ¡La fotografía! ¡Los instrumentos!…
¡Las carpas!... ¡Los víveres!... ¡Quince bultos!... ¡Teniente Zeballos!...
¡Mathile!... Era inútil gritar entre aquel laberinto de hombres, de paraguas,
de carruajes, de oscuridad y de relámpagos, pues el viento, la lluvia y cien voces
a la vez ahogaban la mía. Era una recepción. Leyría, que la había preparado,
gritó: -¡Al hotel de la Amistad rápidamente!- y los carruajes partieron a
escape. (…)”.
Ninguno de estos huéspedes brindó detalles sobre la calidad y atención del Hotel. Sin embargo, por la talla de los mismos, es posible presumir que ha sido entonces en la ciudad el hospedaje de mejor calidad.
Del Hotel “De las Naciones” al “Argentino”
Al tiempo que el trabajo crecía, la
familia Torras-Cantó también se acrecentó con la llegada de más hijos:
Juana J. (1876), Fidel Samaringa (1876), Edelmira (1878), Isabel Mercedes
(1880) y Víctor Antonio (1881). Sin embargo, repentinamente, el ya reconocido
hotelero decidió en 1882 trasladarse a la localidad de Benito Juárez, donde
también trabajaría en el mismo rubro con la ayuda de su hijo mayor, Juan
Pedro. En aquél pueblo nacerían dos hijas más: Isabel Rita (1883) y
Carmen C. (1886).
Aunque sin documentación al alcance,
puede inferirse que Juan Torras nunca vendió el hotel sino que simplemente dejó su
atención a otras personas ya que finalizando el siglo veremos nuevamente por
Azul a su primogénito atendiendo el establecimiento.
En la edición del 27 de enero de 1883 del
periódico local “El Eco del Azul”, se
publicitaba al céntrico hospedaje con su nueva denominación:
“Carnaval
GRANDES BAILES DE MÁSCARAS
EN EL HOTEL DE LAS NACIONES
Los martes, miércoles y viernes
El salón estará lujosamente
adornado, el servicio bien atendido y esmerado; los gastrónomos encontrarán un
suculento surtido de fiambres de todas clases”
Finalizando la
década, el periódico “El Pueblo”, el 15 de agosto de 1890 publicaba:
“Hotel
Argentino de
FRUCTUOSO OLLO
Espléndidas comodidades para
familias y hombres solos.
Buena cocina – Corralón para
carruajes y caballos – Servicio esmerado, etc.
Calle Alsina y Plaza Principal –
Azul”
Otro reconocido personaje de la sociedad azuleña hizo mención al Hotel remarcando que el mismo, por su ubicación, seguía siendo punto clave para los viajeros. En su libro “Mi vida, mis fobias”, Narciso Mallea en pocas palabras daba un pantallazo del año 1890:
“El viaje se hizo en unas diez horas, llegando a Azul a las ocho de la noche. La diligencia entró con cierta agilidad en las calles pavimentadas de adoquines y asomó a la bonita plaza con cierta coquetería. Estaba iluminada, las acacias en flor, la gente ataviada de claro se paseaba apretujada. En la esquina del Café de Zorrilla, los parroquianos bebían cosas frescas, desparramados en pequeñas mesas. Todo era un vivir de ciudad. La diligencia se detuvo en el hotel Argentino sito en frente del café de Zorrilla. (…). Había perdido la ciudad del sur ese ruido polvoriento, confuso, en trance de amasar la ciudad futura. Era silenciosa, aseñorada. El club social era su orgullo, como que el escote y el frac fueron prendas de rigor en sus fiestas (…).”.
De tal palo…
A finales del siglo, el hotel conservaría su denominación
de “Argentino”
pero ya no sería su administrador Fructuoso Ollo, sino que pasaría a
serlo Juan Pedro Torras que se radicó en Azul definitivamente con su
creciente familia. Casado con María Adroher (1871), tendría al
menos ocho hijos: Juan Fernando (1877), María del Carmen (1889), Juan Fernando
(1891), Esperanza Consuelo (1892), Aurora (1896), Roberto (1896), Ricardo
Alberto (1902) y Héctor (1900).
Siguiendo el
oficio aprendido de su padre, que permaneció radicado hasta el final de sus
días en Benito Juárez (desde donde se dispersarían por distintas ciudades sus
hijos), Juan Pedro Torras se convirtió en todo un referente para la comunidad.
En el capítulo XX de su obra “Antes
del
“Una hora y media, o más, ponía el tren que nos llevaba de Pardo al Azul,
para ir a Manantiales por esa vía. Había que avisar con anticipación, para que
fuera el break de Manantiales a esperarnos en el hotel de Torras, situado
frente a la plaza, entonces la única del Azul, a la hora de la llegada del
tren, cuando se viajaba con el diurno; a la mañana siguiente, cuando por el
nocturno. En este último caso, se dormía o se intentaba hacerlo, en el hotel de
Torras. Empleo esta expresión escéptica, no porque las camas del hotel no
fueran cómodas y limpias, que casi lo eran, ni porque Torras no fuera
hospitalario y atento con sus clientes, que lo era y mucho; trataba al huésped
como amigo, así, a la antigua; si uno necesitaba algo en su cuarto como ser
una toalla limpia, pongo por caso,
porque la colgada en el lavatorio tuviera pruebas fehacientes de algún anterior
habitante de la pieza, no era necesario llamar al mozo para que la cambiaran;
podía ir uno mismo, sin ceremonia, en calzoncillos, a buscarla, y si no la
encontraba, nadie le impedía ir al comedor y agenciarse una servilleta del
aparador o hasta un mantel. Allí las cosas eran de todos y para todos. Si he
empleado esa expresión de escepticismo, en cuanto a la posibilidad de conciliar
el sueño en el hotel, es porque me ha venido el recuerdo de un caso excepcional
que me ocurrió; del viaje más memorable que hice, no digo a Los Manantiales,
sino a muchas partes.
Fue en el verano de 1900 y 1901. Salí de Pardo en un tren que por allí
pasaba a eso de la media noche y que llegaba al Azul después de las dos de la
mañana. Debía encontrar a las siete el break de Manantiales en frente a lo de
Torras; de modo que al llegar el tren a la estación de Azul, tomé una volanta
de alquiler y me hice transportar precipitadamente al hotel, para no perder minuto de las pocas horas que
tenía para descansar. La puerta principal, la de la esquina, estaba, como es
natural, cerrada a esas horas y el cochero me depositó, con mi valija, frente a
la del zaguán de la calle Alsina. La golpeé y en seguida abrió el sereno, un
cuarterón de pampa, en calzoncillos y camiseta de punto, que había saltado del
sospechoso catre, cuya arrugada frazada lobuna se divisaba a la luz de la vela
de sebo, en candelero enlosado, que tenía en una mano.
‘Usted es el señor Bioy, buenas noches, pase, le tengo la pieza cuatro’. ‘¿Pero
qué es lo que estoy pisando aquí, que me resbalo? Parece sangre’ dije. ‘Si’
contestó, con una serenidad digna de un sereno, ‘el peón de cocina, aquí, al
anochecer, se tomó en palabras con otro’. ‘¿Y esta es la sangre del herido?’ le
pregunté, ‘¿no han tenido tiempo de limpiarla?’. ‘Ahá’, dijo el chino, me tomó
la valija y me precedió, bujía en mano, hasta la pieza cuatro.
Encendió, con su vela, la que estaba sobre la mesa de luz, que era un
pedazo de tal, adornada de estalactitas, y con un “Pase buena noche” se retiró
a su zaguán y catre. ¡Oh la pieza cuatro! Quedó fijada en mi memoria para
siempre.
Daba sobre la calle Alsina, no tenía ventana a la calle, sino puerta,
puerta de dos hojas, con banderola en media luna; cuatro pasadores la aseguraban,
por lo que se toleraba la ausencia de picaporte y la cerradura, ventajosamente
reemplazados éstos, por una pulgada de agujero, y digo ventajosamente, porque
este vestigio de lo que fue la cerradura, constituía una entrada abierta a la
ventilación, la única del cuarto, ya que los vidrios de la puerta estaban,
sorprendentemente, intactos. De las paredes laterales, una era entera y estaba
casi toda empapelada, la otra era un tabique, de tablas empapeladas, de dos
metros y medio de altura y contra ésta se encontraba una cama de nogal o símil,
sobre la que me acosté vestido y sin sacarme ni las botas ni el sombrero. El
tabique separaba mi pedazo de cuarto, pieza número cuatro, de otro, pieza
número tres, que era la otra mitad del cuarto primitivo. La ventana a la calle
correspondía al pedazo de habitación vecino, según pude notarlo, por lo que se
alcanzaba a ver, a través del hueco que dejaba el techo común. Muy pronto la
poca porción de sueño que alcancé a conciliar se vio turbada por unos ayes de
dolor que procedían del otro lado del tabique e, indudablemente, de alguien que
yacía en una cama separada de la mía por el endeble tablado.
Los ayes de dolor se hicieron más seguidos, más angustiosos y asistidos por
expresiones de consuelo de dos o tres personas que acompañaban al enfermo y que
hasta un momento antes, habían guardado silencio.
El episodio se volvió más activo y más confuso, el llanto se mezclaba con
los ayes de dolor y éstos comenzaron a disminuir en intensidad y a espaciarse,
hasta que cesaron por completo, al tiempo que los sollozos aumentaban y se
pronunciaban palabras de consuelo y de protesta. Me encontré en la situación
extraña del testigo de una escena macabra, que se desarrolla en la propia
habitación en que está y que no la ve; pero que la oye y que también la percibe
por otro de sus sentidos.
Me levanté de la cama, corrí los pasadores de mi puerta de calle, alcé la
valija y el poncho y me encaminé al azar en busca de algún café o confitería;
tuve la suerte, después de caminar tres o cuatro cuadras, de encontrar uno que
estaba abierto a hora tan temprana (serían las cinco y media). Era un local en
una esquina, lleno de mesas con las sillas encima y un mostrador cubierto en
plomo y sobre él cafeteras de loza y bronce; un mozo, con saquito de lustrina,
con escoba y trapo de piso en mano, estaba desparramando aserrín en el suelo y
rociándolo con agua, a dedo, de un lebrillo. El mozo me preguntó si yo era de
los Bioyses y si esperaba el break de Manantiales y me propuso chocolate;
contesté por tres afirmaciones; él interrumpió la limpieza para prepararme la
colación ofrecida, lo que hizo con prolijidad; yo me senté a la mesa, despojada
de las sillas superpuestas, traté de olvidar por un momento y lo logré, la
escena de muerte recién vivida, tomé mi desayuno, hablando con el mozo del
tiempo y de política mientras él continuaba su obra de limpieza.
Como a pesar de la buena voluntad del mozo que me sirvió el chocolate, el
sitio y la compañía no encantaban mis sentidos, dispuse salir a tomar aire a la
calle. Así se lo dije prudentemente al mozo, a quien le dejé encomendada mi
valija. Faltaba una hora para la llegada del coche. No estaba en ánimo de
caminar durante todo ese tiempo, así es que me dirigí a la plaza en procura de
un banco para sentarme. Como no era la hora de la retreta, todos estaban
vacíos, de modo que elegí el que me pareció mejor ubicado, para ver llegar el
break de Manantiales, tan pronto como apareciera
en la bocacalle. ¿Qué puede hacer uno a las seis de la mañana, solo, sentado en
el medio de un banco de la plaza del Azul? ¿Qué puede hacer quien, en tales
condiciones, quiera mejorar su deprimido estado de ánimo y, sobre todo,
desalojar de su mente un cuadro de espanto recién vivido? Muchas y diversas
cosas podrán hacer otros; pero a mí solo se me ocurrió ponerme a recitar
versos. Y para alcanzar mayor eficiencia, lo hice en voz alta, enfáticamente,
variando la entonación en los diálogos, de acuerdo a los distintos personajes
de La vida es sueño de Calderón de la Barca.
Poco duró el saludable entretenimiento. Como a los diez minutos vi aparecer
en el horizonte desierto, a un hombre de paso vacilante; su andar no era el de
un borracho ni el de un atáxico, pero nada tenía de normal. Vino acercándose
inseguro, hacia mi banco, como sin reparar que había, en su camino, otros
vacíos; y cuando llegó a mí, sin repararme tampoco, miró el pedazo de asiento
libre a mi derecha, dijo ‘¡Caramba!’ y ahí se sentó. Yo lo miraba de reojo; él
dirigía al vacío, su mirada vacía. Yo miraba de reojo a mi condómino banco,
observaba su rostro macilento, y oía su voz abovedada, en sus retirados
“carambas” con jota. En eso estábamos, cuando apareció un tercer personaje, de
aspecto normal éste, que se acercó a mi vecino de asiento, lo saludó con
efusión y se le sentó al lado, en el pequeño espacio que quedaba en el extremo
del banco. Entonces comenzó, entre ellos, el siguiente diálogo: ‘Tanto tiempo
que no lo veía’ dijo el último en llegar; ‘¿Qué?’ preguntó el otro. ‘Tanto
tiempo…’ repitió a gritos; ‘¡Ah! Sí, ah sí’. ‘¿En dónde ha andado?’ ‘Qué’, ‘¿En
dónde ha andado?’. ‘¡Ah! ¡Ah! Ente enterrado’. Ahora fue el turno del recién
venido para decir un ‘¿Qué?’ sobresaltado, “Ente ente enterrado vivo”, concluyó
el primero y el otro, que comprendió lo que yo mismo acababa de comprender,
expresó en su rostro una mueca de estupor e invadido de un desasosiego mudo o,
más exactamente tartamudo, ya que balbuceó varios ¡ca ca caramba! Y después de
un rato, ante el silencio del impávido resucitado, dijo entre dientes, ‘¡Qué
embromar!’, ‘¿Qué dice?’ preguntó el
pobre a quien el macabro episodio le había endurecido, indudablemente, el oído,
‘Qué embromar’ gritó el amigo, ya harto de la situación. En este punto, llegó
el break de Manantiales, yo trepé en él con el ánimo estremecido; fuimos a
buscar mi valija y emprendimos el viaje a la estancia.”.
Ampliando el
horizonte
Con altibajos comerciales, pero
conservando el prestigio de una larga trayectoria, el Hotel de Torras abriría
sus puertas a una nueva experiencia. Juan
Pedro, adepto a toda innovación que abriera las puertas a una mayor actividad
social, adquirió una máquina francesa marca “Pathe”
y en el patio de su Hotel comenzó a realizar proyecciones para sus huéspedes y
la comunidad en general.
Casi
simultáneamente, en los primeros años del flamante siglo, Juan Pedro adquirió y
comenzó al explotar el “Café Colón”, confitería que le perteneciera a Marcelino Zorrilla, en la
esquina sur de las calles Burgos y Alsina (actual Yrigoyen), justo frente a su
reconocido Hotel. Así las publicidades en los periódicos se alternaban entre el
“Hotel Argentino” y el “Café Colón”, nombrados ambos
comúnmente, como se dijo, por el apellido de su progresista propietario. Además
en “El
Imparcial” no dejaban de publicarse las nóminas completas de los que se
hospedaban en el Hotel y no faltaban, entretanto, las publicidades de Peyton Pearson Young, que era agente de los autos “Ford”,
y su socio y sucesor Marion Talbot Meadows (que
instalaría la primera agencia de dichos automóviles en la esquina este de las
actuales Yrigoyen y De Paula), que comercializaban los vehículos en Azul y la
zona y atendían en el Hotel.
A pesar de no contar
con un espacio extremadamente cómodo, hacia 1908, Juan Pedro instaló de manera
permanente un cinematógrafo en su bar. Y poco más tarde otro en San Martín y
Lavalle, frente a la ya histórica y aún vigente tienda “La Golondrina”. Domingo Alfredo
Requena, recibido de profesor de piano en el
Conservatorio de Música de Buenos Aires (fundado y dirigido por Alberto
Williams), comenzó a trabajar como ejecutante oficial en las películas mudas de
las primeras salas de cine azuleñas, como las improvisadas por los Torras.
Frente a la amplia
aceptación de la proyección de películas, bajo la firma “Juan P. Torras e Hijos”,
la familia tomó la explotación como cine del Teatro Español.
Pedro Antonio Labattaglia al cumplir 80 años de edad fue entrevistado por el periodista Juan
Miguel Oyhanarte y contó:
“La tarea de operador de cine es otra de sus pasiones. Y en esto lleva también unas cuantas décadas, desde la época del cine mudo. Tenía diez años cuando ayudaba a pasar ‘las cintas’ en el ‘biógrafo’ del primitivo Cine-Bar Torras (…). Hacia fines de la década de 1920, siendo ya Labattaglia un joven de ‘papeleta’ (libreta de enrolamiento) tiene la oportunidad de estar presente en una función privada que se efectuó en el Teatro Español para presentar el sistema phono-film, llegado al país en el año 1927, que consistía en acoplarle a la película el sonido mediante un gran disco de pasta. El operador del Teatro era un señor de apellido Caputi.” (“El Tiempo” del 16 de diciembre de 1989).
Involucrado en el acontecer de Azul, Juan Pedro Torras fue miembro de la
“Sociedad
Protectora de Niños Pobres”, también formó parte de la “Comisión
de Propaganda” que defendió el nombre de Azul cuando un Diputado
pretendió cambiarlo por el de General Rivas, y fue socio fundador del “Club
de Remo”. Por otra parte, fue uno de los padrinos del “Asilo
de Ancianos” (hoy Hogar “Ernestina Darhanpé de Malére) y miembro de la “Liga
Comercial e Industrial de Azul” (actual “Centro Empresario de Azul” –
C.E.D.A.).
Entusiasmado con la creciente actividad de su
confitería-café, Juan Pedro decidió venderle en 1924 su hotel al señor Ángel
Puentes Calzado (quien fallecería trágicamente en un accidente en
1960), para poder canalizar su dinero en una inversión que cambiaría
radicalmente la fisonomía de la céntrica esquina. Por su parte, Calzado en
sociedad con Lorenzo Seminara, en 1942, mudarían el Hotel al nuevo edificio
de Alsina 378/80 (actualmente Hotel
“Demetrio” en calle Yrigoyen).
Ya
sin el Hotel, Juan Pedro Torras inauguró en 1930 el flamante y moderno “Cine-Bar
Torras” (sobre las ruinas del anterior que dejara un considerable
incendio), que sería cuna de centenares de historias y convertiría
definitivamente al apellido Torras en todo un símbolo de la sociedad azuleña.
Adiós a un ícono azuleño
“El señor Torras, oriundo de España, había llegado al país hace muchísimos años, hallándose desde aquel entonces radicado en nuestra ciudad, donde se dedicó con fe en el porvenir de estas tierras a los ramos del comercio, en los que lo sorprende la muerte. Como todo espíritu noble y alma bien templada su franca manera de ser, su bondad ingénita y la magnanimidad de que siempre hizo gala, era un descanso y un aliento, motivo por el cual vióse siempre rodeado de sinceras amistades que a su lado, sentían un constante renovar de bondades.
Desde
hace cerca de treinta años, el señor Torras perteneció a toda obra de bien
público realizada en nuestros lares, a cuanta iniciativa progresista surgió a
la superficie de las actividades de carácter general o privado dentro de las
fuerzas vivas del fundo partido. Fue así como su nombre llegó a hacerse popular
y querido de todo el vecindario, acrecentándose la simpatía que lo rodeaba a través
de los años que convivía con nosotros y le habían convertido en uno de sus
exponentes más prósperos y progresistas.
Después
de haber sido uno de los hoteleros de más fama del sur de la provincia, el
señor Torras dedicó sus mayores afanes a la confitería y bar que lleva su
nombre, la que habría de convertirse con el tiempo en el punto obligado de
reunión de todos nuestros convecinos, sin distinción de clases sociales ni
banderías políticas.
Sus
actividades comerciales dejábanle tiempo para continuar colaborando desde su
esfera de acción en numerosas entidades tales como la Biblioteca Popular, Liga
Comercial e Industrial, Sociedad Española, Comisión de Fiestas Patrias, etc.,
etc., en el seno de las cuales se tenían en gran estima sus iniciativas, su
inteligencia y los sentimientos de bien que constituyeron el norte de todos sus
actos públicos y privados. (…)”.
Finalmente, el “Diario del Pueblo”, entre otros elogiosos conceptos, agregaba:
“(…) Don Juan no era solamente un hombre bueno; fue también un intelectual; fue como la esencia resumida del espíritu jovial y travieso de Andalucía; fue el hombre de la palabra siempre oportuna en todos los momentos y fue la exquisita cortesía que se distribuyó galana entre todos los amigos, que eran muchos, muchísimos, ya que la juventud de 30 años a la fecha desfiló por su casa: el café Torras, casa del pueblo por la que todos desfilamos en un aprendizaje mundano y principio de nuestra vida de relación. Allí Don Juan estaba listo para ayudar a todos; allí estaba él multiplicándose en atenciones para todos sus amigos.
Ha
desaparecido una figura estimada y muy querida. Don Juan ha sido para nuestra
ciudad un animador de su cultura y ha propendido a formar una sociedad que hoy
es todo un ejemplo, pues en su casa, todos aprendieron los primeros pasos en la
sociedad que empezaba a evolucionar en sus salones. (…)”.
Continuidad…
Encabezando a los hermanos, Juan Fernando Torras continuó algunos años más administrando el legado paterno. Sin embargo, a mediados de la segunda mitad del siglo XX ya nada quedaba del “Torras”, solo el recuerdo de tiempos dorados y el eco de la voz de Carlos Gardel, que alguna vez había formado parte de la mística de aquel sitio azuleño…

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