Apasionados por Rosas
El 9 de mayo de 1834,
Encarnación le escribió a su esposo deseosa de visitarlo en el Azul o donde él
quisiera, “pues si no me he puesto en
viaje ha sido por no saber si sería de tu aprobación, pues para ello no tengo
obstáculo y lo deseo mucho”.
En la segunda quincena de mayo, tras su regreso del mal llamado “desierto”,
el general Juan Manuel de Rosas se instaló con su Ejército en el Fuerte
San Serapio Mártir del Arroyo Azul.
Durante su estadía, Rosas depositó en la modesta capilla rancho, al pie de
la imagen de Nuestra Señora del Rosario (imagen ya desaparecida y reemplazada
por la que preside el Altar Mayor de la actual Catedral), la espada
que había ceñido durante las operaciones en “Campaña”, junto a dos espigas
de maíz adornadas con cintas color rojo punzó, siendo ambos símbolos
inconfundibles de “la Mazorca”.
Algún tiempo después, el comandante del Azul, Pedro Burgos, le escribía
a la esposa de su compadre, Encarnación Ezcurra, expresándole:
“Este pueblo tiene el honor y la gloria de conservar la invencible espada que ceñía el Señor General en Jefe del Ejército de la Izquierda, el Héroe del Desierto, con la que triunfó de los amotinados del primero de diciembre y restableció el imperio de las leyes. Ella es, Señora, y será sostenida con noble orgullo por todos los que habitan en Azul de este vecindario, que no atina el ajustado encomio con que debe congratular a ese Ilustre Ciudadano, y exprimirle todos los sentimientos plausibles de su reconocimiento, puesto que no es dable que miren sus constantes sacrificios sin aquel agradecimiento digno del respeto con que la admiración suele acercarnos a los portentos. Ella, (repetimos) será una garante para las generaciones más remotas de su brillante empresa a los desiertos del Sud, inmortalizará su memoria”.
Una vez más Gobernador
La Legislatura de la Provincia de Buenos Aires designó a Juan Manuel de Rosas como Gobernador, otorgándole el ejercicio de las “facultades extraordinarias” que él considerara indispensables para asegurar la paz interior, defender la Religión Católica y la Causa Nacional de la Federación, proclamada por los pueblos de la República.
El
13
de abril de 1835, solemnemente, Juan Manuel de Rosas expresó:
“Mis amados compatriotas: Cuando me he
resuelto a hacer el terrible sacrificio de subir a la silla del Gobierno, en
las circunstancias aciagas en que se halla nuestra infortunada patria; cuando
para sacarla del profundo abismo de males, en que la lloramos sumergida, he
admitido la investidura de un poder sin límites, que a pesar de toda su
odiosidad, lo he considerado absolutamente necesario para tamaña empresa, no
creáis que haya librado mis esperanzas a mi limitada capacidad, a mis débiles
fuerzas, ni a esa extensión de poder que me da la ley apoyada en vuestro voto,
casi unánime de la dudad y campaña. No: mis esperanzas han sido libradas a una
especial protección del délo, y después de ésta a vuestras virtudes y
patriotismo.
Ninguno de vosotros
desconoce el cúmulo de males que agobia a nuestra amada patria, y su verdadero
origen. Ninguno ignora que una facción numerosa de hombres corrompidos,
haciendo alarde de su impiedad, de su avaricia, y de su infidelidad, y
poniéndose en guerra abierta con la religión, la honestidad y la buena fe, ha
introducido por todas partes el desorden y la inmoralidad; ha desvirtuado las
leyes, y hécholas insuficientes para nuestro bienestar; ha generalizado los
crímenes y garantido su impunidad; ha devorado la hacienda pública, y destruido
las fortunas particulares; ha hecho desaparecer la confianza necesaria en las
relaciones sociales y obstruido los medios honestos de adquisición; en una
palabra, ha disuelto la sociedad y presentado en triunfo la alevosía y la
perfidia.
La experiencia de
todos los siglos nos enseña que el remedio de estos males no puede sujetarse a
las formas, y que su aplicación debe ser tan pronto y expedito y tan acomodado
a las circunstancias del momento, cuando que no sólo es imposible prever todos
los medios ocultos y nefandos de que se vale el espíritu de conspiración, sino
también fijar reglas de criterio legal para unos manejos disfrazados de mil
modos y cubiertos siempre con el velo del sigilo.
No queda, pues, otro
arbitrio que oponerles la honradez, el patriotismo y la asidua vigilancia de
los buenos ciudadanos, apoyadas en la fuerza de un poder extraordinario, cuya
acción no sea fácil eludir. Esto es todo lo que exijo de vosotros para
restablecer la tranquilidad pública y afianzar el orden bajo el régimen de
gobierno federal que han proclamado los pueblos de la república.
Habitantes de la
dudad: Nadie como vosotros ha sentido los terribles efectos del desorden. Hace
tiempo que vuestra vida, vuestro honor y vuestras propiedades se hallan
amenazadas de mil peligros. Por salir de esta angustiosa situación habéis
deseado mi ascenso a la silla del Gobierno, y os complacéis de que haya sido
con plenitud de facultades. Yo me he decidido a tornar sobre mis débiles
hombros un peso enorme de cuidados y tareas, y a empeñar mi honor en una
empresa poco menos que imposible, por aliviar las desgracias de mis
compatriotas: a vosotros toca en este caso ser los primeros en dar ejemplos de
virtud y patriotismo para que no sea inútil este nuevo sacrificio que consagro
a toda la república y con especialidad a la provincia en que tengo la gloria de
haber nacido.
Habitantes de la campaña, cuyo heroico valor y
constancia es un objeto de admiración: vosotros fuisteis los primeros en
armaros contra los asesinos del 1° de diciembre y unidos con los federales de la ciudad, vuestros
compatriotas, hicisteis triunfar la causa que forma hoy el voto general de toda
la república; vosotros habéis sido la más firme columna del orden en medio de
todas las turbulencias que ha sufrido el país. ¿Qué servicio, pues os podré
exigir que no estéis prontos a hacer por la honra y tranquilidad de una patria
que habéis defendido con tanto honor?
Valientes soldados,
que formáis el ejército y milicia de la provincia: ¿Con qué expresiones podré
describir vuestras virtudes y la importancia de vuestros servicios? Nada menos
que los espaciosos desiertos del Sud han sido el crisol de vuestro heroísmo, y
de una subordinación y disciplina que os han hecho superiores a todos los
obstáculos que os oponían la inmensa extensión del terreno, su soledad, la
dureza del clima y el continuo acecho de los enemigos que habéis logrado
destruir. A vuestro coraje e incansable sufrimiento debe hoy la seguridad de
sus fortunas la mayor parte de los habitantes de la provincia. ¿Qué peligros,
pues, será capaz de arredraros, ni qué avances podrán hacer la ambición y la
perfidia, oponiéndoles de frente vuestro valor y lealtad?
Habitantes todos de
la ciudad y la campaña. La Divina Providencia nos ha puesto en esta terrible
situación para probar nuestra virtud y constancia: resolvámonos/ pues, a
combatir con denuedo a esos malvados que han puesto en confusión nuestra
tierra; persigamos de muerte al impío, al sacrílego, al ladrón, al homicida, y
sobre todo, al pérfido y traidor, que tenga la osadía de burlarse de nuestra
buena fe. Que de esta raza de monstruos no quede uno entre nosotros, y que su
persecución sea tan tenaz y vigorosa, que sirva de terror y espanto a los demás
que puedan venir en adelante. No os arredre ninguna clase de peligros, ni el
temor de errar en los medios que adoptemos para perseguirlos. La causa que
vamos a sostener es la causa de la religión, de la justicia, de la humanidad y
del orden público: es la causa recomendada por el Todopoderoso; él dirigirá
nuestros pasos, y con su especial protección nuestro triunfo será seguro.”.
Un particular homenaje
Con un clima más benigno, en septiembre de 1835, se planeó un homenaje al flamante gobernador Juan Manuel de Rosas. Eran momentos en los que se debía mostrar unidad y sobre todo obediencia y condescendencia con quien hacía del culto a su figura y a la de su esposa un estandarte de su accionar político.
La
mañana del 25 comenzó con el oficio de la solemne Misa. En el precario
templo del Azul, sobre una silla “perfectamente
adornada”, fue colocado un retrato del general Juan Manuel de Rosas que
había sido traído desde Tapalqué por el coronel Bernardo Echeverría y el
cacique Juan Catriel, acompañados ambos en la ocasión por una nutrida caravana
de comerciantes, hacendados y vecinos de la zona, como así también caciques,
capitanejos e indios amigos.
Concluidos
la Misa y el posterior Te Deum, el retrato de Rosas fue paseado en triunfo por
las inmediaciones de la Plaza Mayor (o de las Carretas,
otrora Colón, actual General San Martín). Fueron pocos los que se atrevieron a
no asistir al agasajo. No estaba permitido pensar distinto y menos en el Azul,
pueblo erigido por la mismísima voluntad del “Restaurador”.
El
escuadrón del teniente coronel Capdevilla, montado en soberbios caballos, armado
de larga lanza y vistiendo poncho, chiripá y gorro punzó, levantaba
exclamaciones de admiración.
Pasado
el mediodía se sirvió una comida en la que reinó la más cordial camaradería. No obstante lo sucedido, al día
siguiente, reconocidas mujeres de la sociedad azuleña pasearon el retrato de
Rosas sobre un carro triunfal por las calles del pueblo, avanzando entre sones
musicales. Entre otras, sobresalían María
Trinidad Ponce de Miñana (madre del benemérito vecino azuleño, Matías B. y
Miñana), Melchora Medina de Artalejo, Lorenza Almirón de Preciado y Sebastiana
de Echeverría.
Luego
hubo un gran baile popular y entre tanto se pronunciaron encendidas arengas a
favor del Gobernador y su esposa, doña Encarnación Ezcurra.
La
nota emotiva de los festejos estuvo dada por el discurso del cacique Juan
Catriel.
¿Pasiones esfumadas?
La espada que ostentaba la humilde iglesia rancho del Azul, esa que había obsequiado
el por entonces magnánimo General, fue colocada en el segundo templo que tuvo
Azul -que reemplazó al rancho-, y allí permaneció, incluso después de la caída
del “Tirano”.
Cuando era imprescindible recaudar fondos para el nuevo templo, fue vendida
según la disposición Nº 50 de la Corporación Municipal:
“Espada de Rosas regalada a la
Virgen. (Según informes recogidos, esta espada fue comprada por D. Manuel B.
Belgrano y donada al Museo público de la Ciudad de Buenos Aires). En sesión de
la fecha, se dio cuenta que, de acuerdo con lo resuelto anteriormente había
sido vendida la espada regalada a la Virgen por el General D. Juan Manuel de
Rosas, en la suma de doscientos cincuenta pesos m/c., cuya suma se destinó a
beneficio de la misma. Azul, 17 de junio de 1863. Manuel B. Belgrano. Feliciano
Sosa, secretario.”
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