domingo, 12 de abril de 2020

Una historia de “Antes del 900”

Una historia de “Antes del 900”

Por Eduardo Agüero Mielhuerry


Adolfo Bioy Domecq nació en Pardo, Partido de Las Flores, Buenos Aires, el 27 de julio de 1882. Sus padres fueron Juan Bautista Bioy, comandante militar de Las Flores, y Matilde Domecq. Tuvo dos hermanos: Juan Bautista y Javier.
Se doctoró en jurisprudencia en Buenos Aires en 1909, con la tesis “Organización del crédito agrícola en la agricultura y en la legislación argentina”. Continuó sus estudios en Berlín, Leipzig, Múnich y La Sorbona.
            Durante la presidencia de Roque Sáenz Peña fue convocado para actuar como jefe de Gabinete del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, cargo que desempeñó entre 1911 y 1913.
Entretanto, en 1912, fundó y presidió el Instituto de la Universidad de París en Buenos Aires, en una reunión en su recordada casa de la calle Quintana Nº 174. Esta institución funcionó durante décadas y hasta obtuvo el reconocimiento de la Universidad de Buenos Aires como entidad universitaria.
El 10 de octubre de 1913, Adolfo contrajo matrimonio con Marta Ignacia Casares Lynch, hija de Vicente Lorenzo del Rosario Casares Martínez de Hoz y de María Hercilia Lynch Videla Dorna. La pareja tuvo un único hijo, Adolfo Vicente Perfecto Bioy Casares, que nació el 15 de septiembre de 1914 en Buenos Aires,  en el barrio de Recoleta, tradicionalmente habitado por familias patricias o de clase alta, y donde, convertido en un célebre escritor, residiría la mayor parte de su vida.
Apoyó el golpe de estado de 1930 y fue nombrado subsecretario de Relaciones Exteriores entre 1930 y 1931. El 16 de abril de 1931 fue nombrado ministro de Relaciones Exteriores y Culto. A principios de 1932 fue también ministro interino de Justicia e Instrucción Pública.
Durante la presidencia de Agustín Pedro Justo fue representante de la Provincia de Buenos Aires ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación, y luego presidente del Colegio Argentino de Abogados y de la Academia de Ciencias Morales y Políticas de la Argentina.
Asimismo, fue presidente de la Sociedad Rural Argentina en tres oportunidades, y vicepresidente de la Flota Mercante del Estado entre 1941 y 1943. Volvió a presidir el Colegio de Abogados entre 1948 y 1950.
Apoyó el golpe de estado de 1955 y fue embajador de la dictadura argentina ante la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Fue un apasionado viajero que recorrió el mundo junto a su mujer y su único hijo. Cuando sólo muy pocos podían emprender largos recorridos, visitó muchas veces Francia, Estados Unidos y Oriente.
Postergada su propia vocación de escritor, el Dr. Bioy la proyectó en su hijo, estimulándolo a publicar desde muy joven. Sin embargo, resultó autor de tres libros de memorias, publicó sólo dos: “Antes del 900” y “Años de Mocedad”,  ya que el último quedó inconcluso por sorprenderlo la muerte. Adolfo Bioy Domecq falleció en la ciudad de Buenos Aires, el 26 de agosto de 1962.


Azul antes del 900


“Antes del 900” tiene una prosa sencilla y directa. Ofrece un panorama de la Argentina rural de fin de siglo desde múltiples puntos de vista. En sus páginas podemos reconstruir cómo era la vida en el campo en momentos en que el malón era una posible amenaza.
Los personajes, absolutamente reales, aparecen pintados con maestría y los escenarios rurales conservan sus colores naturales y vívidos.
En el capítulo XX de su obra “Antes del 900”, Bioy describe maravillosamente una sucesión de hechos que le ocurrieron en Azul en el verano de 1900-1901, en el Hotel de Torras, ubicado en la esquina Este de las actuales calles Burgos e Yrigoyen (ex Alsina) y en la antigua Plaza Colón, actual San Martín:
“Una hora y media, o más, ponía el tren que nos llevaba de Pardo al Azul, para ir a Manantiales por esa vía. Había que avisar con anticipación, para que fuera el break de Manantiales a esperarnos en el hotel de Torras, situado frente a la plaza, entonces la única del Azul, a la hora de la llegada del tren, cuando se viajaba con el diurno; a la mañana siguiente, cuando por el nocturno. En este último caso, se dormía o se intentaba hacerlo, en el hotel de Torras. Empleo esta expresión escéptica, no porque las camas del hotel no fueran cómodas y limpias, que casi lo eran, ni porque Torras no fuera hospitalario y atento con sus clientes, que lo era y mucho; trataba al huésped como amigo, así, a la antigua; si uno necesitaba algo en su cuarto como ser una  toalla limpia, pongo por caso, porque la colgada en el lavatorio tuviera pruebas fehacientes de algún anterior habitante de la pieza, no era necesario llamar al mozo para que la cambiaran; podía ir uno mismo, sin ceremonia, en calzoncillos, a buscarla, y si no la encontraba, nadie le impedía ir al comedor y agenciarse una servilleta del aparador o hasta un mantel. Allí las cosas eran de todos y para todos. Si he empleado esa expresión de escepticismo, en cuanto a la posibilidad de conciliar el sueño en el hotel, es porque me ha venido el recuerdo de un caso excepcional que me ocurrió; del viaje más memorable que hice, no digo a Los Manantiales, sino a muchas partes.
Fue en el verano de 1900 y 1901. Salí de Pardo en un tren que por allí pasaba a eso de la media noche y que llegaba al Azul después de las dos de la mañana. Debía encontrar a las siete el break de Manantiales en frente a lo de Torras; de modo que al llegar el tren a la estación de Azul, tomé una volanta de alquiler y me hice transportar precipitadamente al hotel,  para no perder minuto de las pocas horas que tenía para descansar. La puerta principal, la de la esquina, estaba, como es natural, cerrada a esas horas y el cochero me depositó, con mi valija, frente a la del zaguán de la calle Alsina. La golpeé y en seguida abrió el sereno, un cuarterón de pampa, en calzoncillos y camiseta de punto, que había saltado del sospechoso catre, cuya arrugada frazada lobuna se divisaba a la luz de la vela de sebo, en candelero enlosado, que tenía en una mano.
“Usted es el señor Bioy, buenas noches, pase, le tengo la pieza cuatro”. “¿Pero qué es lo que estoy pisando aquí, que me resbalo? Parece sangre” dije. “Si” contestó, con una serenidad digna de un sereno, “el peón de cocina, aquí, al anochecer, se tomó en palabras con otro”. “¿Y esta es la sangre del herido?” le pregunté, “¿no han tenido tiempo de limpiarla?”. “Ahá”, dijo el chino, me tomó la valija y me precedió, bujía en mano, hasta la pieza cuatro.
Encendió, con su vela, la que estaba sobre la mesa de luz, que era un pedazo de tal, adornada de estalactitas, y con un “Pase buena noche” se retiró a su zaguán y catre. ¡Oh la pieza cuatro! Quedó fijada en mi memoria para siempre.
Daba sobre la calle Alsina, no tenía ventana a la calle, sino puerta, puerta de dos hojas, con banderola en media luna; cuatro pasadores la aseguraban, por lo que se toleraba la ausencia de picaporte y la cerradura, ventajosamente reemplazados éstos, por una pulgada de agujero, y digo ventajosamente, porque este vestigio de lo que fue la cerradura, constituía una entrada abierta a la ventilación, la única del cuarto, ya que los vidrios de la puerta estaban, sorprendentemente, intactos. De las paredes laterales, una era entera y estaba casi toda empapelada, la otra era un tabique, de tablas empapeladas, de dos metros y medio de altura y contra ésta se encontraba una cama de nogal o símil, sobre la que me acosté vestido y sin sacarme ni las botas ni el sombrero. El tabique separaba mi pedazo de cuarto, pieza número cuatro, de otro, pieza número tres, que era la otra mitad del cuarto primitivo. La ventana a la calle correspondía al pedazo de habitación vecino, según pude notarlo, por lo que se alcanzaba a ver, a través del hueco que dejaba el techo común. Muy pronto la poca porción de sueño que alcancé a conciliar se vio turbada por unos ayes de dolor que procedían del otro lado del tabique e, indudablemente, de alguien que yacía en una cama separada de la mía por el endeble tablado.”.


¿Qué hacer a las seis de la mañana en la plaza del Azul?


Magistralmente, Adolfo Bioy continúa describiendo: “Los ayes de dolor se hicieron más seguidos, más angustiosos y asistidos por expresiones de consuelo de dos o tres personas que acompañaban al enfermo y que hasta un momento antes, habían guardado silencio.
El episodio se volvió más activo y más confuso, el llanto se mezclaba con los ayes de dolor y éstos comenzaron a disminuir en intensidad y a espaciarse, hasta que cesaron por completo, al tiempo que los sollozos aumentaban y se pronunciaban palabras de consuelo y de protesta. Me encontré en la situación extraña del testigo de una escena macabra, que se desarrolla en la propia habitación en que está y que no la ve; pero que la oye y que también la percibe por otro de sus sentidos.
Me levanté de la cama, corrí los pasadores de mi puerta de calle, alcé la valija y el poncho y me encaminé al azar en busca de algún café o confitería; tuve la suerte, después de caminar tres o cuatro cuadras, de encontrar uno que estaba abierto a hora tan temprana (serían las cinco y media). Era un local en una esquina, lleno de mesas con las sillas encima y un mostrador cubierto en plomo y sobre él cafeteras de loza y bronce; un mozo, con saquito de lustrina, con escoba y trapo de piso en mano, estaba desparramando aserrín en el suelo y rociándolo con agua, a dedo, de un lebrillo. El mozo me preguntó si yo era de los Bioyses y si esperaba el break de Manantiales y me propuso chocolate; contesté por tres afirmaciones; él interrumpió la limpieza para prepararme la colación ofrecida, lo que hizo con prolijidad; yo me senté a la mesa, despojada de las sillas superpuestas, traté de olvidar por un momento y lo logré, la escena de muerte recién vivida, tomé mi desayuno, hablando con el mozo del tiempo y de política mientras él continuaba su obra de limpieza.
Como a pesar de la buena voluntad del mozo que me sirvió el chocolate, el sitio y la compañía no encantaban mis sentidos, dispuse salir a tomar aire a la calle. Así se lo dije prudentemente al mozo, a quien le dejé encomendada mi valija. Faltaba una hora para la llegada del coche. No estaba en ánimo de caminar durante todo ese tiempo, así es que me dirigí a la plaza en procura de un banco para sentarme. Como no era la hora de la retreta, todos estaban vacíos, de modo que elegí el que me pareció mejor ubicado, para ver llegar el break  de Manantiales, tan pronto como apareciera en la bocacalle. ¿Qué puede hacer uno a las seis de la mañana, solo, sentado en el medio de un banco de la plaza del Azul? ¿Qué puede hacer quien, en tales condiciones, quiera mejorar su deprimido estado de ánimo y, sobre todo, desalojar de su mente un cuadro de espanto recién vivido? Muchas y diversas cosas podrán hacer otros; pero a mi solo se me ocurrió ponerme a recitar versos. Y para alcanzar mayor eficiencia, lo hice en voz alta, enfáticamente, variando la entonación en los diálogos, de acuerdo a los distintos personajes de La vida es sueño de Calderón de la Barca.

Poco duró el saludable entretenimiento. Como a los diez minutos vi aparecer en el horizonte desierto, a un hombre de paso vacilante; su andar no era el de un borracho ni el de un atáxico, pero nada tenía de normal. Vino acercándose inseguro, hacia mi banco, como sin reparar que había, en su camino, otros vacíos; y cuando llegó a mí, sin repararme tampoco, miró el pedazo de asiento libre a mi derecha, dijo “¡Caramba!” y ahí se sentó. Yo lo miraba de reojo; él dirigía al vacío, su mirada vacía. Yo miraba de reojo a mi condómino banco, observaba su rostro macilento, y oía su voz abovedada, en sus retirados “carambas” con jota. En eso estábamos, cuando apareció un tercer personaje, de aspecto normal éste, que se acercó a mi vecino de asiento, lo saludó con efusión y se le sentó al lado, en el pequeño espacio que quedaba en el extremo del banco. Entonces comenzó, entre ellos, el siguiente diálogo: “Tanto tiempo que no lo veía” dijo el último en llegar; “¿Qué?” preguntó el otro. “Tanto tiempo…” repitió a gritos; “¡Ah! Sí, ah sí”. “¿En dónde ha andado?” “Qué”, “¿En dónde ha andado?”. “¡Ah! ¡Ah! Ente enterrado”. Ahora fue el turno del recién venido para decir un “¿Qué?” sobresaltado, “Ente ente enterrado vivo”, concluyó el primero y el otro, que comprendió lo que yo mismo acababa de comprender, expresó en su rostro una mueca de estupor e invadido de un desasosiego mudo o, más exactamente tartamudo, ya que balbuceó varios ¡ca ca caramba! Y después de un rato, ante el silencio del impávido resucitado, dijo entre dientes, “¡Qué embromar!”,  “¿Qué dice?” preguntó el pobre a quien el macabro episodio le había endurecido, indudablemente, el oído, “Qué embromar” gritó el amigo, ya harto de la situación. En este punto, llegó el break de Manantiales, yo trepé en él con el ánimo estremecido; fuimos a buscar mi valija y emprendimos el viaje a la estancia.”.



Adolfo Bioy Domecq

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