Una historia de “Antes del 900”
Por Eduardo
Agüero Mielhuerry
Adolfo
Bioy Domecq nació en Pardo, Partido de Las Flores, Buenos Aires, el 27
de julio de 1882. Sus padres fueron Juan Bautista Bioy, comandante militar de
Las Flores, y Matilde Domecq. Tuvo dos hermanos: Juan Bautista y Javier.
Se doctoró en
jurisprudencia en Buenos Aires en 1909, con la tesis “Organización del crédito agrícola en la agricultura y en la
legislación argentina”. Continuó sus estudios en Berlín, Leipzig, Múnich y
La Sorbona.
Durante
la presidencia de Roque Sáenz Peña fue convocado para actuar como jefe
de Gabinete del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, cargo que
desempeñó entre 1911 y 1913.
Entretanto, en
1912, fundó y presidió el Instituto de la Universidad de París en
Buenos Aires, en una reunión en su recordada casa de la calle Quintana
Nº 174. Esta institución funcionó durante décadas y hasta obtuvo el
reconocimiento de la Universidad de Buenos Aires como entidad universitaria.
El 10 de
octubre de 1913, Adolfo contrajo matrimonio con Marta Ignacia Casares Lynch,
hija de Vicente Lorenzo del Rosario Casares Martínez de Hoz y de María Hercilia
Lynch Videla Dorna. La pareja tuvo un único hijo, Adolfo Vicente Perfecto Bioy
Casares, que nació el 15 de septiembre de 1914 en Buenos Aires, en el barrio de Recoleta, tradicionalmente
habitado por familias patricias o de clase alta, y donde, convertido en un
célebre escritor, residiría la mayor parte de su vida.
Apoyó el golpe
de estado de 1930 y fue nombrado subsecretario de Relaciones Exteriores entre
1930 y 1931. El 16 de abril de 1931 fue nombrado ministro de Relaciones
Exteriores y Culto. A principios de 1932 fue también ministro interino de
Justicia e Instrucción Pública.
Durante la
presidencia de Agustín Pedro Justo fue representante de la Provincia de Buenos
Aires ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación, y luego presidente del
Colegio Argentino de Abogados y de la Academia de Ciencias Morales y Políticas
de la Argentina.
Asimismo, fue
presidente de la Sociedad Rural Argentina en tres oportunidades, y
vicepresidente de la Flota Mercante del Estado entre 1941 y 1943. Volvió a
presidir el Colegio de Abogados entre 1948 y 1950.
Apoyó el golpe
de estado de 1955 y fue embajador de la dictadura argentina ante la Asamblea
General de las Naciones Unidas.
Fue un
apasionado viajero que recorrió el mundo junto a su mujer y su único hijo.
Cuando sólo muy pocos podían emprender largos recorridos, visitó muchas veces
Francia, Estados Unidos y Oriente.
Postergada su
propia vocación de escritor, el Dr. Bioy la proyectó en su hijo, estimulándolo
a publicar desde muy joven. Sin embargo, resultó autor de tres libros de
memorias, publicó sólo dos: “Antes del 900” y “Años
de Mocedad”, ya que el último
quedó inconcluso por sorprenderlo la muerte. Adolfo Bioy Domecq falleció en la
ciudad de Buenos Aires, el 26 de agosto de 1962.
Azul antes del 900
“Antes
del 900” tiene una prosa sencilla y directa. Ofrece un panorama de la
Argentina rural de fin de siglo desde múltiples puntos de vista. En sus páginas
podemos reconstruir cómo era la vida en el campo en momentos en que el malón
era una posible amenaza.
Los
personajes, absolutamente reales, aparecen pintados con maestría y los
escenarios rurales conservan sus colores naturales y vívidos.
En el capítulo
XX de su obra “Antes del 900” ,
Bioy describe maravillosamente una sucesión de hechos que le ocurrieron en Azul
en el verano de 1900-1901, en el Hotel de Torras, ubicado en la esquina Este de
las actuales calles Burgos e Yrigoyen (ex Alsina) y en la antigua Plaza Colón,
actual San Martín:
“Una hora y
media, o más, ponía el tren que nos llevaba de Pardo al Azul, para ir a
Manantiales por esa vía. Había que avisar con anticipación, para que fuera el break de Manantiales a esperarnos en el
hotel de Torras, situado frente a la plaza, entonces la única del Azul, a la
hora de la llegada del tren, cuando se viajaba con el diurno; a la mañana
siguiente, cuando por el nocturno. En este último caso, se dormía o se
intentaba hacerlo, en el hotel de Torras. Empleo esta expresión escéptica, no
porque las camas del hotel no fueran cómodas y limpias, que casi lo eran, ni
porque Torras no fuera hospitalario y atento con sus clientes, que lo era y
mucho; trataba al huésped como amigo, así, a la antigua; si uno necesitaba algo
en su cuarto como ser una toalla limpia,
pongo por caso, porque la colgada en el lavatorio tuviera pruebas fehacientes
de algún anterior habitante de la pieza, no era necesario llamar al mozo para
que la cambiaran; podía ir uno mismo, sin ceremonia, en calzoncillos, a
buscarla, y si no la encontraba, nadie le impedía ir al comedor y agenciarse
una servilleta del aparador o hasta un mantel. Allí las cosas eran de todos y
para todos. Si he empleado esa expresión de escepticismo, en cuanto a la
posibilidad de conciliar el sueño en el hotel, es porque me ha venido el
recuerdo de un caso excepcional que me ocurrió; del viaje más memorable que
hice, no digo a Los Manantiales, sino a muchas partes.
Fue en el
verano de 1900 y 1901. Salí de Pardo en un tren que por allí pasaba a eso de la
media noche y que llegaba al Azul después de las dos de la mañana. Debía
encontrar a las siete el break de
Manantiales en frente a lo de Torras; de modo que al llegar el tren a la
estación de Azul, tomé una volanta de alquiler y me hice transportar
precipitadamente al hotel, para no
perder minuto de las pocas horas que tenía para descansar. La puerta principal,
la de la esquina, estaba, como es natural, cerrada a esas horas y el cochero me
depositó, con mi valija, frente a la del zaguán de la calle Alsina. La golpeé y
en seguida abrió el sereno, un cuarterón de pampa, en calzoncillos y camiseta
de punto, que había saltado del sospechoso catre, cuya arrugada frazada lobuna
se divisaba a la luz de la vela de sebo, en candelero enlosado, que tenía en
una mano.
“Usted es el
señor Bioy, buenas noches, pase, le tengo la pieza cuatro”. “¿Pero qué es lo
que estoy pisando aquí, que me resbalo? Parece sangre” dije. “Si” contestó, con
una serenidad digna de un sereno, “el peón de cocina, aquí, al anochecer, se
tomó en palabras con otro”. “¿Y esta es la sangre del herido?” le pregunté,
“¿no han tenido tiempo de limpiarla?”. “Ahá”, dijo el chino, me tomó la valija
y me precedió, bujía en mano, hasta la pieza cuatro.
Encendió, con
su vela, la que estaba sobre la mesa de luz, que era un pedazo de tal, adornada
de estalactitas, y con un “Pase buena noche” se retiró a su zaguán y catre. ¡Oh
la pieza cuatro! Quedó fijada en mi memoria para siempre.
Daba sobre la
calle Alsina, no tenía ventana a la calle, sino puerta, puerta de dos hojas,
con banderola en media luna; cuatro pasadores la aseguraban, por lo que se
toleraba la ausencia de picaporte y la cerradura, ventajosamente reemplazados
éstos, por una pulgada de agujero, y digo ventajosamente, porque este vestigio
de lo que fue la cerradura, constituía una entrada abierta a la ventilación, la
única del cuarto, ya que los vidrios de la puerta estaban, sorprendentemente,
intactos. De las paredes laterales, una era entera y estaba casi toda
empapelada, la otra era un tabique, de tablas empapeladas, de dos metros y
medio de altura y contra ésta se encontraba una cama de nogal o símil, sobre la
que me acosté vestido y sin sacarme ni las botas ni el sombrero. El tabique
separaba mi pedazo de cuarto, pieza número cuatro, de otro, pieza número tres,
que era la otra mitad del cuarto primitivo. La ventana a la calle correspondía
al pedazo de habitación vecino, según pude notarlo, por lo que se alcanzaba a
ver, a través del hueco que dejaba el techo común. Muy pronto la poca porción
de sueño que alcancé a conciliar se vio turbada por unos ayes de dolor que
procedían del otro lado del tabique e, indudablemente, de alguien que yacía en
una cama separada de la mía por el endeble tablado.”.
¿Qué hacer a las seis de la
mañana en la plaza del Azul?
Magistralmente,
Adolfo Bioy continúa describiendo: “Los ayes de dolor se hicieron más seguidos,
más angustiosos y asistidos por expresiones de consuelo de dos o tres personas
que acompañaban al enfermo y que hasta un momento antes, habían guardado
silencio.
El episodio se
volvió más activo y más confuso, el llanto se mezclaba con los ayes de dolor y
éstos comenzaron a disminuir en intensidad y a espaciarse, hasta que cesaron
por completo, al tiempo que los sollozos aumentaban y se pronunciaban palabras
de consuelo y de protesta. Me encontré en la situación extraña del testigo de
una escena macabra, que se desarrolla en la propia habitación en que está y que
no la ve; pero que la oye y que también la percibe por otro de sus sentidos.
Me levanté de
la cama, corrí los pasadores de mi puerta de calle, alcé la valija y el poncho
y me encaminé al azar en busca de algún café o confitería; tuve la suerte, después
de caminar tres o cuatro cuadras, de encontrar uno que estaba abierto a hora
tan temprana (serían las cinco y media). Era un local en una esquina, lleno de
mesas con las sillas encima y un mostrador cubierto en plomo y sobre él
cafeteras de loza y bronce; un mozo, con saquito de lustrina, con escoba y
trapo de piso en mano, estaba desparramando aserrín en el suelo y rociándolo
con agua, a dedo, de un lebrillo. El mozo me preguntó si yo era de los Bioyses
y si esperaba el break de Manantiales
y me propuso chocolate; contesté por tres afirmaciones; él interrumpió la
limpieza para prepararme la colación ofrecida, lo que hizo con prolijidad; yo
me senté a la mesa, despojada de las sillas superpuestas, traté de olvidar por
un momento y lo logré, la escena de muerte recién vivida, tomé mi desayuno,
hablando con el mozo del tiempo y de política mientras él continuaba su obra de
limpieza.
Como a pesar
de la buena voluntad del mozo que me sirvió el chocolate, el sitio y la
compañía no encantaban mis sentidos, dispuse salir a tomar aire a la calle. Así
se lo dije prudentemente al mozo, a quien le dejé encomendada mi valija.
Faltaba una hora para la llegada del coche. No estaba en ánimo de caminar
durante todo ese tiempo, así es que me dirigí a la plaza en procura de un banco
para sentarme. Como no era la hora de la retreta, todos estaban vacíos, de modo
que elegí el que me pareció mejor ubicado, para ver llegar el break
de Manantiales, tan pronto como apareciera en la bocacalle. ¿Qué puede
hacer uno a las seis de la mañana, solo, sentado en el medio de un banco de la
plaza del Azul? ¿Qué puede hacer quien, en tales condiciones, quiera mejorar su
deprimido estado de ánimo y, sobre todo, desalojar de su mente un cuadro de
espanto recién vivido? Muchas y diversas cosas podrán hacer otros; pero a mi
solo se me ocurrió ponerme a recitar versos. Y para alcanzar mayor eficiencia,
lo hice en voz alta, enfáticamente, variando la entonación en los diálogos, de
acuerdo a los distintos personajes de La
vida es sueño de Calderón de la
Barca.
Poco duró el
saludable entretenimiento. Como a los diez minutos vi aparecer en el horizonte
desierto, a un hombre de paso vacilante; su andar no era el de un borracho ni
el de un atáxico, pero nada tenía de normal. Vino acercándose inseguro, hacia
mi banco, como sin reparar que había, en su camino, otros vacíos; y cuando
llegó a mí, sin repararme tampoco, miró el pedazo de asiento libre a mi
derecha, dijo “¡Caramba!” y ahí se sentó. Yo lo miraba de reojo; él dirigía al
vacío, su mirada vacía. Yo miraba de reojo a mi condómino banco, observaba su
rostro macilento, y oía su voz abovedada, en sus retirados “carambas” con jota.
En eso estábamos, cuando apareció un tercer personaje, de aspecto normal éste,
que se acercó a mi vecino de asiento, lo saludó con efusión y se le sentó al
lado, en el pequeño espacio que quedaba en el extremo del banco. Entonces
comenzó, entre ellos, el siguiente diálogo: “Tanto tiempo que no lo veía” dijo
el último en llegar; “¿Qué?” preguntó el otro. “Tanto tiempo…” repitió a
gritos; “¡Ah! Sí, ah sí”. “¿En dónde ha andado?” “Qué”, “¿En dónde ha andado?”.
“¡Ah! ¡Ah! Ente enterrado”. Ahora fue el turno del recién venido para decir un
“¿Qué?” sobresaltado, “Ente ente enterrado vivo”, concluyó el primero y el
otro, que comprendió lo que yo mismo acababa de comprender, expresó en su
rostro una mueca de estupor e invadido de un desasosiego mudo o, más
exactamente tartamudo, ya que balbuceó varios ¡ca ca caramba! Y después de un
rato, ante el silencio del impávido resucitado, dijo entre dientes, “¡Qué
embromar!”, “¿Qué dice?” preguntó el
pobre a quien el macabro episodio le había endurecido, indudablemente, el oído,
“Qué embromar” gritó el amigo, ya harto de la situación. En este punto, llegó
el break de Manantiales, yo trepé en
él con el ánimo estremecido; fuimos a buscar mi valija y emprendimos el viaje a
la estancia.”.
Adolfo Bioy Domecq
No hay comentarios:
Publicar un comentario