domingo, 12 de abril de 2020

José “Pepe” Podestá y su familia en Azul

José “Pepe” Podestá y su familia en Azul

Por Eduardo Agüero Mielhuerry

José Juan Podestá nació en Montevideo, el 6 de octubre de 1858. Fue hijo de Pedro Podestá y María Teresa Torterolo, ambos de origen genovés, quienes habían emigrado al Uruguay donde contrajeron matrimonio. La pareja tuvo, además, ocho hijos: Luis, Gerónimo Bartolomé, Pedro, Juan Vicente, Graciana, Antonio Domingo, María Amadea y Cecilio Pablo Fernando. En 1846, el matrimonio Podestá se trasladó a la ciudad de Buenos Aires, donde instaló una pulpería en el barrio porteño de San Telmo.
José Juan, “Pepe” como lo apodaban en su familia, estudió música en la Banda Municipal, sin embargo, atraído por los circos europeos que pasaban por la ciudad, buscaba la manera de entrar -“colado”- a las funciones.
Hacia 1873, con apenas 15 años, fundó un circo en las calles Convención e Isla de Flores, en una cantera, y arrastró a toda la familia y a unos cuantos amigos a las bambalinas circenses. Al año siguiente, arrendaron temporalmente un local en la calle Batlle. Al mismo tiempo, intrépido, se sumó como trapecista a la compañía ecuestre de Félix Hénault y estudió música con Antonio Ferreyra.
“Pepe” y los aficionados que lo seguían fundaron la sociedad cooperativa “Juventud Unida”, para aparecer en fiestas o espectáculos públicos. Él, sus hermanos y sus compañeros, con los ahorros de una breve temporada, construyeron una carpa de liencillo y prepararon todos los accesorios necesarios para poder salir de gira a los pueblos de campaña a probar fortuna. Así nació el “Circo Arena”, con el que recorrieron Uruguay.


Los Podestá en el Azul


En su autobiografía titulada “Medio siglo de farándula” y publicada en 1930, “Pepe” Podestá cuenta la que fuera su primera visita al Azul -acaecida entre febrero y septiembre de 1880 según quedara registrada, además, en el periódico “El Eco del Azul”-, que coincidió con su debut en el interior bonaerense. Con humor y picardía describe aquellos tiempos:
“El año 1877 trabajaba en Canelones la compañía del popular hércules don Pablo Raffetto ‘40 Onzas’… (…) Era genovés, muy buen hombre, incapaz de una maldad: fortacho, un hércules que lo mismo jugaba con balas de fierro pesadísimas, como luchaba con una elegancia singular o tomaba parte de pantomimas y sainetes, como hacía de director de pista charlando con el payaso en su media lengua criollo-genovesa, que tanto festejaba el público (…).
Cuando Raffetto se enteró del éxito obtenido en las pocas funciones que dimos en el Jardín Florida, bajó a Buenos Aires desde Dolores, en donde estaba con su compañía, y nos citó para tener una entrevista en un restaurante de la calle Maipú. Cuando llegamos el mozo le servía una fuente con doce huevos fritos.
Nos invitó a que lo acompañáramos a cenar, y que pidiéramos algo, porque aquellos doce huevos eran para él. Como le dijéramos que ya habíamos cenado, nos objetó:
- Y yo que había mandado a preparar una tallarinada para seis personas, ¡qué lástima! pero le haré honor yo solo.
Y entre charla y sendos vasos de vino, se echó al buche los doce huevos fritos y los tallarines para seis, mientras decía:
- Qué quieren, amigos, para sostener la fuerza que tengo es necesario llenar el estómago.
Entre franca alegría formalizamos un arreglo para trabajar seis meses por el sud de la provincia de Buenos Aires.
El ferrocarril entonces solo llegaba hasta el Azul; de allí se salía en carretones tirados por caballos o bueyes, en ese tiempo conocí las primitivas estancias: miserables ranchos de paja y terrón; en algunas, alrededor del rancho se veía un gran foso con agua, para resguardarse de las invasiones de los indios.
Las divisiones de los campos se hacían por medio de zanjas que a la vez servían de represas para abrevadero de las haciendas. ¡Ni noticias de alambrados! ¡Cuántos dueños de campos no conocían los límites de sus estancias! También, ¡para lo que valían entonces los campos!
En el año ’80 cuando llegamos a Azul, lo invitamos para ir hasta la orilla del pueblo a ver las tolderías de los indios de Catriel.
-¡No! ¡no! -objetó Raffetto- No conviene, porque si el público me ve en la calle antes que en el circo, pierde novedad y después voy a ser tan vulgar como otro hombre cualquiera ¡No me conviene!
Una de las pruebas emocionantes que hacía era el disparo del cañón de 21 arrobas cargado con una libra de pólvora. Ponía el cañón cruzado sobre los hombros y un artista encima con dos banderitas que hacía flamear después que encendía la mecha y disparaba el tiro. Este artista era Felipe Rolando, un rosarino muy travieso. Un día le jugó una broma a Raffetto, cargando el cañón con la pólvora y dos ladrillos hechos pedazos.
En el momento de disparar el cañón Rolando no aportó por el circo, estaba escondido esperando el instante del disparo para ver desde su escondite, rodar por el suelo al hércules, pero se chasqueó el travieso pues ‘40 onzas’ triunfó como siempre, solo que con el cañonazo se quedó el circo a oscuras, apagando las lámparas de kerosén, y rompiendo muchísimos vidrios de la vecindad que Raffetto tuvo que abonar sin protestas.
El payaso de la compañía era un portugués, muy criollo y muy aficionado al droguis. Una noche había invitado al circo a una joven de quien estaba enamorado, y en el momento que recitaba “No es deshonra la pobreza”, al agregar: “y me mira con bajeza”, se fija en la joven y ésta le sonríe y él se pierde y no salía de “y me mira”… “y me mira”… Raffetto desde la puerta del picadero le sopla: -Cun baquesa.
Pero el payaso embobado como estaba no oía nada; entonces don Pablo se le acerca y le dice:
-¡Haga el favor, vaya adentro a lavar los platos, vaya!
El payaso quiso tentar otra vez aguzando la memoria repitió:
-Y me mira… y me mira…
-¡Cun baquesa, animal!- le agregó el director, y tomándolo de los fundillos y del cuello lo alzó en alto y lo llevó para adentro con la mayor naturalidad. El público aplaudió creyendo que eso debía ser así, y el payaso salió a agradecer los aplausos y entonces Raffetto exclama:
-¡Mireló…!¡ma mireló…! Tiene tan poca vergoña que sale a recibir los aplausos cuando si no es por mí estaría diciendo “y me mira y me mira…” ¡Un corno lo mira!
El payaso repuesto ya, le contesta:
-No, señor Raffetto, me mira la mujer más linda que he conocido- y señaló a la joven, que ruborizada se tapó la cara con el abanico, mientras el público festejaba la ocurrencia.
Para todos sus ejercicios ofrecía premios en dinero a quien hiciera lo que él hacía. Cuando terminaba su acto de fuerza. Era aquel otro espectáculo. Entre aquellos aparatos había un gran mortero de mármol. La prueba consistía en levantar el mortero tomándolo por los bordes, haciendo fuerza con los cinco dedos de la mano derecha, y colocarlo sobre una silla; después bajarlo.
Cuando en los días de lluvia no podíamos funcionar con el circo, aprovechábamos ensayando bajo techo.
¡Me parece que estoy viendo aquel cuadro!
Mientras unos hacían equilibrios en el trapecio o en la cuerda floja, otros probaban su fuerza en flexiones, planchas y barra fija. Por un lado mi madre friendo tortas o pasteles, que los hacía requetebuenos, ayudada por mis hermanas Graciana y Amadea, que cebaban mate para todos; por otro lado se escribía correspondencia , o se estudiaba como si fuera una verdadera escuela. Cuántas veces en noches frías, puestos en rueda al calor del fogón, les leía “Martín Fierro”, comentando su filosofía según nuestros alcances.
¡Qué lindas horas aquellas de juventud y ansias de saber, en pleno año 80!
Cuando en septiembre de ese año dejamos el Azul, lo hicimos en varias carretas tiradas por caballos. A poca distancia de la ciudad nos sorprendió un gran temporal, de esos que hacen época. Todavía recordarás los estancieros de ese tiempo las enormes pérdidas de ganados que tuvieron. Se calculó que no menos de medio millón de cabezas había perecido por efecto del frío y las inundaciones.
Nosotros en medio del campo, campeamos el temporal valiéndonos de cuanto encontramos a mano. Para librarnos de la inundación y entrar en calor, hicimos entre todos un hoyo en el suelo, y la tierra que de él sacábamos lo poníamos de dique contra el agua. El hoyo tenía una desviación que a más de uno le sirvió de aposento para resguardarse del frío. Las carretas fueron colocadas en orden de defensa contra el viento, y para hacer pared desde el suelo al techo de los carros, nos servimos de paja cortadera que allí abundaba en gran cantidad. En fin, tres días de incesante lluvia y otros tres más sin podernos mover por el fuerte pampero y el gran fangal de los caminos.”.


Siempre viajar…


En 1881, durante una actuación en el Uruguay, nació definitivamente el payaso que se convertiría en una marca inequívoca de José Podestá. Ante la ausencia de un payaso para salir a escena, “Pepe” -que solía actuar como clown-, tuvo que suplirlo e improvisar una vestimenta con unas sábanas como adorno, recortó de un viejo levitón cuatro lunares negros, que al ser aplicados dibujaron dos ochos. Desde entonces decía: “Acepto, estudio, trasnocho, salto, brinco, con maestría, y el público casi chocho, me llama desde aquel día, Pepino el ochenta y ocho”.
Fue un payaso para adultos, sus chistes eran intencionados, satíricos, críticos, con ácidos cuestionamientos a la actuación de políticos y funcionarios de la época. Además, a través de su personaje recitaba trozos gauchescos y cantaba estilos, con gran acogida del público.
El 7 de mayo de 1883 José contrajo matrimonio en Rosario con Baldomera Arias, actriz y acróbata -discípula de Pablo Raffetto-, con quien tuvo ocho hijos: Aída, Aurelia, Zulma, Ricardo, Argentino, Elsa, María Luisa y Cira.
En 1884, los Podestá, actuaban en el circo Humberto I de Pablo Raffetto. Los Hermanos Carlo, con la presencia de Frank Brown, en el Politeama Argentino, finalizaban con gran suceso su temporada y querían estrenar algún número importante. Estando el boletero del Politeama, Alfredo Cattáneo, conversando con Frank Brown, llegó Eduardo Gutiérrez al que Cattáneo le propuso realizar una pantomima de su “Juan Moreira”. Gutiérrez le planteó que en esa compañía no había nadie que cumpliera con los requisitos del personaje por lo que sugirió, entonces, a José Podestá, quien era un excelente trapecista y acróbata, un brillante jinete, cantor, guitarrero y buen actor. Todas estas virtudes hicieron que luego de algunas negociaciones se fusionaran las dos compañías, y Gutiérrez adaptara en tres días los principales capítulos de su folletín.
El “Juan Moreira” de Eduardo Gutiérrez y los Podestá (absolutamente idealizado), fue el inicio del teatro argentino, que luego, hacia 1890, se desarrollaría con obras como: “Martín Fierro”, adaptada por Elías Regules; “Juan Cuello”, de Gutiérrez; “Julián Giménez”, de Abdón Aróstegui; “Santos Vega”, con arreglos de Juan Carlos Nosiglia y principalmente “Calandria” de Martiniano Leguizamón. Poco a poco, el drama fue tomando preponderancia sobre el picadero y las obras fueron dejando el circo para pasar a los escenarios teatrales.


Bodas de oro y última función…


“Pepe” filmó dos películas mudas: “Mariano Moreno y la Revolución de Mayo” en 1915 dirigido por Enrique García Velloso y “Santos Vega” en 1917 dirigido por Carlos de Paoli. Luego regresó al teatro con la obra “La chacra de Don Lorenzo”, escrita por Martín Coronado en 1918.
Llegando a sus “bodas de oro en la farándula”, decidió festejarlas representando otra vez su obra inicial “Juan Moreira”, en el Hippodrome de Buenos Aires. Debutó el 24 de marzo de 1925 con más éxito del esperado, llegando a alcanzar las 127 funciones.
Incansablemente, a pesar de los agobios propios de la edad, trabajó hasta los 70 años rodeado por sus hijos y nietos.
Lúcido, escribió sus memorias bajo el título “Medio siglo de farándula”, libro el cual fue publicado originalmente en 1930 por la Imprenta Río de la Plata.

José Juan “Pepe” Podestá falleció en la ciudad de La Plata el 5 de marzo de 1937, pero ni el tiempo pudo borrar el recuerdo de un pionero de las artes escénicas y circenses.




En su autobiografía titulada “Medio siglo de farándula”, José “Pepe” Podestá cuenta la que fuera su primera visita al Azul -acaecida entre febrero y septiembre de 1880.

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