José “Pepe” Podestá y su familia en Azul
Por Eduardo
Agüero Mielhuerry
José Juan Podestá nació en Montevideo, el 6 de octubre de 1858. Fue hijo
de Pedro Podestá y María Teresa Torterolo, ambos de origen
genovés, quienes habían emigrado al Uruguay donde contrajeron matrimonio. La
pareja tuvo, además, ocho hijos: Luis, Gerónimo Bartolomé, Pedro, Juan Vicente,
Graciana, Antonio Domingo, María Amadea y Cecilio Pablo Fernando. En 1846, el
matrimonio Podestá se trasladó a la ciudad de Buenos Aires, donde instaló una
pulpería en el barrio porteño de San Telmo.
José Juan, “Pepe”
como lo apodaban en su familia, estudió música en la Banda
Municipal , sin embargo, atraído por los circos
europeos que pasaban por la ciudad, buscaba la manera de entrar -“colado”- a
las funciones.
Hacia 1873, con apenas 15 años, fundó un
circo en las calles Convención e Isla de Flores, en una cantera, y arrastró a
toda la familia y a unos cuantos amigos a las bambalinas circenses. Al año
siguiente, arrendaron temporalmente un local en la calle Batlle. Al mismo
tiempo, intrépido, se sumó como trapecista
a la compañía ecuestre de Félix Hénault
y estudió música con Antonio Ferreyra.
“Pepe” y los aficionados que lo seguían
fundaron la sociedad cooperativa “Juventud Unida”,
para aparecer en fiestas o espectáculos públicos. Él, sus hermanos y sus
compañeros, con los ahorros de una breve temporada, construyeron una carpa de
liencillo y prepararon todos los accesorios necesarios para poder salir de gira
a los pueblos de campaña a probar fortuna. Así nació el “Circo
Arena”, con el que recorrieron Uruguay.
Los Podestá en el Azul
En su autobiografía titulada “Medio siglo de farándula” y publicada en
1930, “Pepe” Podestá cuenta la que fuera su primera visita al Azul -acaecida
entre febrero y septiembre de 1880 según quedara registrada, además, en el
periódico “El Eco del Azul”-, que
coincidió con su debut en el interior bonaerense. Con humor y picardía describe
aquellos tiempos:
“El año 1877 trabajaba
en Canelones la compañía del popular hércules don Pablo Raffetto ‘40 Onzas’… (…) Era genovés, muy buen hombre,
incapaz de una maldad: fortacho, un hércules que lo mismo jugaba con balas de
fierro pesadísimas, como luchaba con una elegancia singular o tomaba parte de
pantomimas y sainetes, como hacía de director de pista charlando con el payaso
en su media lengua criollo-genovesa, que tanto festejaba el público (…).
Cuando Raffetto se
enteró del éxito obtenido en las pocas funciones que dimos en el Jardín
Florida, bajó a Buenos Aires desde Dolores, en donde estaba con su compañía, y
nos citó para tener una entrevista en un restaurante de la calle Maipú. Cuando
llegamos el mozo le servía una fuente con doce huevos fritos.
Nos invitó a que lo acompañáramos a
cenar, y que pidiéramos algo, porque aquellos doce huevos eran para él. Como le
dijéramos que ya habíamos cenado, nos objetó:
- Y yo que había mandado
a preparar una tallarinada para seis personas, ¡qué lástima! pero le haré honor
yo solo.
Y entre charla y sendos
vasos de vino, se echó al buche los doce huevos fritos y los tallarines para
seis, mientras decía:
- Qué quieren, amigos,
para sostener la fuerza que tengo es necesario llenar el estómago.
Entre franca alegría
formalizamos un arreglo para trabajar seis meses por el sud de la provincia de
Buenos Aires.
El ferrocarril entonces
solo llegaba hasta el Azul; de allí
se salía en carretones tirados por caballos o bueyes, en
ese tiempo conocí las primitivas estancias: miserables ranchos de paja y
terrón; en algunas, alrededor del rancho se veía un gran foso con agua, para
resguardarse de las invasiones de los indios.
Las divisiones de los
campos se hacían por medio de zanjas que a la vez servían de represas para
abrevadero de las haciendas. ¡Ni noticias de alambrados! ¡Cuántos dueños de
campos no conocían los límites de sus estancias! También, ¡para lo que valían
entonces los campos!
En el año ’80 cuando
llegamos a Azul,
lo invitamos para ir hasta la orilla del pueblo a ver las tolderías de los
indios de Catriel.
-¡No! ¡no! -objetó
Raffetto- No conviene, porque si el público me ve en la calle antes que en el
circo, pierde novedad y después voy a ser tan vulgar como otro hombre
cualquiera ¡No me conviene!
Una de las pruebas
emocionantes que hacía era el disparo del cañón de 21 arrobas cargado con una
libra de pólvora. Ponía el cañón cruzado sobre los hombros y un artista encima
con dos banderitas que hacía flamear después que encendía la mecha y disparaba
el tiro. Este artista era Felipe Rolando, un rosarino muy travieso. Un día le jugó una broma a
Raffetto, cargando el cañón con la pólvora y dos ladrillos hechos pedazos.
En el momento de
disparar el cañón Rolando no aportó por el circo, estaba escondido esperando el
instante del disparo para ver desde su escondite, rodar por el suelo al
hércules, pero se chasqueó el travieso pues ‘40 onzas’ triunfó como siempre,
solo que con el cañonazo se quedó el circo a oscuras, apagando las lámparas de
kerosén, y rompiendo muchísimos vidrios de la vecindad que Raffetto tuvo que
abonar sin protestas.
El payaso de la compañía
era un portugués, muy criollo y muy aficionado al droguis. Una noche había
invitado al circo a una joven de quien estaba enamorado, y en el momento que
recitaba “No es deshonra la pobreza”, al agregar: “y me mira con bajeza”, se
fija en la joven y ésta le sonríe y él se pierde y no salía de “y me mira”… “y
me mira”… Raffetto desde la puerta del picadero le sopla: -Cun baquesa.
Pero el payaso embobado
como estaba no oía nada; entonces don Pablo se le acerca y le dice:
-¡Haga el favor, vaya
adentro a lavar los platos, vaya!
El payaso quiso tentar
otra vez aguzando la memoria repitió:
-Y me mira… y me mira…
-¡Cun baquesa, animal!-
le agregó el director, y tomándolo de los fundillos y del cuello lo alzó en
alto y lo llevó para adentro con la mayor naturalidad. El público aplaudió
creyendo que eso debía ser así, y el payaso salió a agradecer los aplausos y
entonces Raffetto exclama:
-¡Mireló…!¡ma mireló…!
Tiene tan poca vergoña que sale a recibir los aplausos cuando si no es por mí
estaría diciendo “y me mira y me mira…” ¡Un corno lo mira!
El payaso repuesto ya,
le contesta:
-No, señor Raffetto, me
mira la mujer más linda que he conocido- y señaló a la joven, que ruborizada se
tapó la cara con el abanico, mientras el público festejaba la ocurrencia.
Para todos sus
ejercicios ofrecía premios en dinero a quien hiciera lo que él hacía. Cuando
terminaba su acto de fuerza. Era aquel otro espectáculo. Entre aquellos
aparatos había un gran mortero de mármol. La prueba consistía en levantar el
mortero tomándolo por los bordes, haciendo fuerza con los cinco dedos de la
mano derecha, y colocarlo sobre una silla; después bajarlo.
Cuando en los días de
lluvia no podíamos funcionar con el circo, aprovechábamos ensayando bajo techo.
¡Me parece que estoy
viendo aquel cuadro!
Mientras unos hacían
equilibrios en el trapecio o en la cuerda floja, otros probaban su fuerza en
flexiones, planchas y barra fija. Por un lado mi madre friendo tortas o
pasteles, que los hacía requetebuenos, ayudada por mis hermanas Graciana y Amadea, que cebaban mate para todos; por
otro lado se escribía correspondencia , o se estudiaba como si fuera una
verdadera escuela. Cuántas veces en noches frías, puestos en rueda al calor del
fogón, les leía “Martín Fierro”, comentando su filosofía según nuestros alcances.
¡Qué lindas horas
aquellas de juventud y ansias de saber, en pleno año 80!
Cuando en septiembre de
ese año dejamos el Azul, lo hicimos en varias carretas tiradas por caballos. A
poca distancia de la ciudad nos sorprendió un gran temporal, de esos que hacen
época. Todavía recordarás los estancieros de ese tiempo las enormes pérdidas de
ganados que tuvieron. Se calculó que no menos de medio millón de cabezas había
perecido por efecto del frío y las inundaciones.
Nosotros en medio del
campo, campeamos el temporal valiéndonos de cuanto encontramos a mano. Para
librarnos de la inundación y entrar en calor, hicimos entre todos un hoyo en el
suelo, y la tierra que de él sacábamos lo poníamos de dique contra el agua. El
hoyo tenía una desviación que a más de uno le sirvió de aposento para
resguardarse del frío. Las carretas fueron colocadas en orden de defensa contra
el viento, y para hacer pared desde el suelo al techo de los carros, nos
servimos de paja cortadera que allí abundaba en gran cantidad. En fin, tres
días de incesante lluvia y otros tres más sin podernos mover por el fuerte
pampero y el gran fangal de los caminos.”.
Siempre viajar…
En 1881, durante una actuación en el
Uruguay, nació definitivamente el payaso que se convertiría en una marca
inequívoca de José Podestá. Ante la ausencia de un payaso para salir a escena,
“Pepe” -que solía actuar como clown-, tuvo que suplirlo e improvisar una
vestimenta con unas sábanas como adorno, recortó de un viejo levitón cuatro lunares
negros, que al ser aplicados dibujaron dos ochos. Desde entonces decía: “Acepto, estudio, trasnocho, salto, brinco, con maestría,
y el público casi chocho, me llama desde aquel día, Pepino el ochenta y ocho”.
Fue un payaso para adultos, sus chistes eran
intencionados, satíricos, críticos, con ácidos cuestionamientos a la actuación
de políticos y funcionarios de la época. Además, a través de su personaje
recitaba trozos gauchescos y cantaba estilos, con gran acogida del público.
El 7 de mayo de 1883 José contrajo
matrimonio en Rosario con Baldomera Arias,
actriz y acróbata -discípula de Pablo Raffetto-, con quien tuvo ocho hijos:
Aída, Aurelia, Zulma, Ricardo, Argentino, Elsa, María Luisa y Cira.
En 1884, los Podestá, actuaban en el circo
Humberto I de Pablo Raffetto. Los Hermanos Carlo, con la presencia de Frank Brown, en el Politeama Argentino,
finalizaban con gran suceso su temporada y querían estrenar algún número
importante. Estando el boletero del Politeama, Alfredo
Cattáneo, conversando con Frank Brown, llegó Eduardo Gutiérrez al que Cattáneo le
propuso realizar una pantomima de su
“Juan Moreira”. Gutiérrez le planteó que en esa compañía no había nadie que
cumpliera con los requisitos del personaje por lo que sugirió, entonces, a José
Podestá, quien era un excelente trapecista
y acróbata, un brillante jinete, cantor, guitarrero y buen actor.
Todas estas virtudes hicieron que luego de algunas negociaciones se fusionaran
las dos compañías, y Gutiérrez adaptara en tres días los principales capítulos de
su folletín.
El “Juan Moreira”
de Eduardo Gutiérrez y los Podestá (absolutamente idealizado), fue el inicio
del teatro argentino, que luego, hacia 1890, se desarrollaría con obras como: “Martín Fierro”, adaptada por Elías
Regules; “Juan Cuello”, de Gutiérrez;
“Julián Giménez”, de Abdón Aróstegui;
“Santos Vega”, con arreglos de Juan
Carlos Nosiglia y principalmente “Calandria”
de Martiniano Leguizamón. Poco a poco, el drama fue tomando preponderancia
sobre el picadero y las obras fueron dejando el circo para pasar a los
escenarios teatrales.
Bodas de oro y última
función…
“Pepe” filmó dos películas mudas: “Mariano Moreno y la Revolución de Mayo” en 1915
dirigido por Enrique García Velloso y “Santos Vega”
en 1917 dirigido por Carlos de Paoli. Luego regresó al teatro con la obra “La chacra de Don Lorenzo”, escrita por
Martín Coronado en 1918.
Llegando a sus “bodas de
oro en la farándula”, decidió festejarlas representando otra vez su
obra inicial “Juan Moreira”, en el Hippodrome de Buenos Aires. Debutó el 24 de marzo de
1925 con más éxito del esperado, llegando a alcanzar las 127 funciones.
Incansablemente, a pesar de los agobios
propios de la edad, trabajó hasta los 70 años rodeado por sus hijos y nietos.
Lúcido, escribió sus memorias bajo el título
“Medio siglo de farándula”, libro el
cual fue publicado originalmente en 1930 por la Imprenta Río de la Plata.
José Juan “Pepe”
Podestá falleció en la ciudad
de La Plata el 5 de marzo de 1937, pero ni el tiempo pudo
borrar el recuerdo de un pionero de las artes escénicas y circenses.
En su autobiografía titulada “Medio siglo de
farándula”, José “Pepe” Podestá cuenta la que fuera su primera
visita al Azul -acaecida entre febrero y septiembre de 1880.
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