Por Georgina Degano y Eduardo Agüero Mielhuerry
Malogrado
nombre se le ocurrió ponerle al dueño fundador de la estancia “La Buena Suerte ”,
seguramente en un intento de honrar la mitología irlandesa, plagada de
tréboles, duendes y ollas repletas de monedas de oro. Ubicada en los pagos de
Parish, en el Partido de Azul, en ella,
según cuentan los testigos de la
historia, la suerte no ha existido jamás.
Según
sabemos, el dueño más antiguo del que se tiene registro, y casi sin dudas quien
bautizó el campo, fue William Leeson. Nacido en Irlanda,
intentó unirse a la Marina
de su país, pero un problema en su vista se lo impidió. Decidió entonces
emigrar hacia Argentina, donde vivió en “La Buena Suerte ”, aunque
un par de años más tarde resolvió volver a Europa para radicarse en Francia.
En
el año 1868, “La Buena
Suerte ” pasó a manos de un caballero escocés llamado William
Grierson, quien se ocupaba de la cría de ganado lanar y, según decían
quienes lo conocieron, era persona muy activa y de procederes correctos. Una
mañana, sin haberse podido saber las causas, Grierson salió muy temprano a
caballo, recorrió los potreros, dio algunas órdenes a los dos peones que
ocupaba, y emprendió el regreso a las casas más o menos a las 9:30 de la
mañana. Durante el trayecto, se apeó de su caballo y arrimándose a un palenque,
desenfundó su revólver y se lo abocó al corazón disparándose un tiro, cayendo
muerto en el acto. La familia, al no existir en aquellos años los medios de locomoción
como en el presente, resolvió dar sepultura a Grierson en el mismo campo. Un
dato aportado por un testigo ocular de la época, quizá algo morboso, aseguraba
que al cuerpo hubo que enterrarlo algo encorvado por haber resultado chica la
fosa.
Luego
de este incidente, a finales de la década de 1880, compró el campo “La Buena Suerte ” un
señor irlandés llamado Henry McCracken, casado con Mary
Jane Moon, con quien tuvo cinco hijos, entre ellos dos niñas bastante
bien parecidas, una de 10 años y otra de unos 13 años en ese entonces. La
familia se instaló en el casco de la Estancia , trayendo consigo desde Chascomús a un
joven hijo de irlandeses y contratando para el servicio de la casa a un
matrimonio, ella para cocinera y mucama y él, para peón.
Aquél
joven hijo de irlandeses no era otro que Mateo Banks. Su padre, Mathew
Banks (nacido en Dublín, Irlanda, en 1845), había llegado a Argentina
en el año 1862, huyendo de la hambruna instalada en su país natal a causa de la
peste de la papa. Se unió en matrimonio en Chascomús, en 1867, en la Iglesia Nuestra
Señora de la Merced ,
con Mary
Anne Keena, también irlandesa, nativa del condado de Ballymore. Ambos
tuvieron siete hijos entre 1868 y 1879: María Ana, Dionisio, Miguel,
Mateo,
Pedro,
Catalina
y Brígida.
Cuando
Mateo Banks rondaba los 20 años, algo enamoradizo, siempre trataba en los
momentos que Don McCracken no lo viera, que la hija mayor de éste fuera al
monte donde se perdían juntos durante varias horas. Enterado McCracken de esta
situación, su relación con el joven peón comenzó a tensarse, sin embargo, Mateo
ya hacía gala de su condición de simulador, logrando convencer a su patrón de
que nada sucedía con su hija.
Un
buen día el señor McCracken notó la falta de su cartera, la cual contenía la
suma de 1200 pesos. Enseguida se supuso, por indicación de Banks, que la
cartera fue robada por el matrimonio antes nombrado (la mucama y el peón). El
mismo Banks ató con sogas en un árbol al marido, y en otro a la mujer, mientras
McCracken se dirigió a Azul a dar cuenta a la policía. Una vez llegadas las
autoridades policiales, se desnudó a
ambos y hasta se le revisó el cabello a la mujer, pero la cartera no apareció.
Como no existían pruebas que los inculpasen, el pobre matrimonio fue puesto en
libertad y de inmediato se fueron de allí, abandonando las casas.
Al
poco tiempo se dio una fiesta con motivo de una yerra y como faltaba leña para
concluir de asar la carne para los invitados, McCracken pidió a Banks que
trajera una carretilla con ella. Al acto volvió éste con su carga y de pronto,
y ante la estupefacción de los huéspedes, sacó una cartera de su bolsillo
diciendo: “Vea señor McCracken, entre la
leña encontré la cartera que había perdido”. Abierta ésta se encontraron
únicamente 400 pesos de los 1200 perdidos. Todos los presentes no dudaron desde
ese momento que el verdadero ladrón no era otro que Banks.
Días
después, el 26 de julio de 1898, Henry McCracken apareció colgado de un árbol
en la misma estancia, sin saberse los motivos de su suicidio o, como muchos
aventuraron, de su crimen. Fue sepultado
en el Cementerio Británico de Buenos Aires, según consta en las actas del
mismo.
En
breve, la familia McCracken decidió retornar a su país natal, haciéndose cargo
como arrendatario de “La Buena
Suerte ” don Mathew Banks, quien personalmente atendía los
quehaceres de la casa y ya había adquirido un campo contiguo, en 1897,
bautizado “El Trébol”.
Un
día domingo llegaron desde Buenos Aires, invitados por los Banks, varios amigos
a pasar unos días de caza. Cerca del mediodía se levantó una cerrazón tan
compacta, que resultaba imposible distinguir nada a muy corta distancia, lo que
obligó a los visitantes a emprender el regreso hacia las casas. Uno de ellos se
perdió en uno de los potreros, mientras los demás se pusieron en el patio de “La Buena Suerte ” a
practicar tiro al blanco con revólver. Como tardaba en llegar el compañero
extraviado, lo mandaron a buscar y, cosa horrible, al volver el mandadero todo
asustado gritó: “Allí está ‘fulano’
muerto de un tiro en el corazón!”. Resulta que los hermanos Banks y los
visitantes tiraban al blanco a una botella puesta sobre un poste que daba al
potrero donde el difunto se dirigía en dirección al casco del establecimiento,
recibiendo un balazo en esas circunstancias.
No
transcurrió mucho tiempo para que la muerte volviera a acechar la Estancia. Un hermano
de Mathew Banks amaneció muerto al costado de un galpón de un tiro de revólver.
La situación fue demasiado confusa y los ojos acusadores recayeron nada más y
nada menos que sobre Mateo Banks quien, aconsejado por su padre, tuvo que
refugiarse en San Luis.
Lamentablemente,
no hay ningún dato que indique en que zona de San Luis se radicó Banks,
aunque siempre se afirmó, incluso durante el juicio al que fuera sometido años
después, que allí amasó el comienzo de su fortuna bajo términos poco
transparentes.
En
aquella provincia, en la que permaneció varios años, Mateo Banks se convirtió
en el administrador de una Estancia. Trabajó allí hasta que, una mañana, todos
los habitantes de aquella propiedad amanecieron muertos a tiros. El único
sobreviviente fue Banks, quien juró y perjuró que una banda de asaltantes fue
la autora de la masacre. No existe registro conocido que indique el número de
víctimas ni el lugar de los sucesos. Sólo se sabe que Mateo Banks volvió a Azul
en 1912 -guardando quizá un terrible secreto-, ya casado con Máxima
Gainza, una olavarriense de buena familia y poseedora de una acaudalada
cuenta bancaria.
Aquí
en Azul, en 1908 había fallecido Mary Anne Keena, y el 30 de diciembre de 1909
lo hizo Mathew Banks -cuyas tumbas aún se encuentran en nuestro Cementerio-,
quedando así ambos campos (“La
Buena Suerte ” y “El Trébol”) al cuidado de sus hijos, en
medio de conflictivas relaciones familiares. También habían muerto, en 1911, los
hermanos Pedro y Brígida, ésta última, curiosa y
repentinamente, dieciocho días después de haber contraído matrimonio en
Irlanda. Por su parte, Miguel había contraído matrimonio con otra descendiente
irlandesa, Julia Dillon, aunque no tuvieron hijos, y Dionisio desposó en 1907 a una prima segunda de
la familia, Sara Kearney Keena, con quien fue padre de tres niñas: Cecilia,
Sarita
y Anita.
Correcto
en sus modales, portando una figura paterna amable y devoto católico, Mateo no
era más que un simulador aunque de muchas agallas. Sus vecinos comenzaron a
tomarle miedo, pues se contaba que, faltando hacienda tanto vacuna como lanar,
nadie se animaban a hacer la correspondiente acusación a la policía contra
Banks, por temor de que se vengara. Pero, por otro lado juntaba la simpatía de
muchos otros con quienes los lujos, el juego y los despilfarros eran moneda
corriente.
Sin
embargo, la Diosa Fortuna
le jugó en contra y perdió todo, hasta su alma. Cercado por el temor a ser
descubierto como responsable de la falsificación de documentos y de fraude
contra las propiedades de sus hermanos, y terminar detenido, decidió apostar a
todo o nada. Intentó de manera artera envenenar a toda su familia contaminando
con estricnina la comida, pero al fallar en la dosis, pensó en jugar su última
carta, confiado en que no se descubriría su delito (tal como suponemos que
sucedió en San Luis).
El
18
de abril de 1922, con su frialdad y ambición desmedida en una mano y
con su rifle Winchester en la otra,
Mateo Banks llevó a cabo la masacre que lo posicionó como el primer asesino
múltiple de la historia Argentina
y que convirtió a su retrato en tapa
obligada de los principales diarios nacionales durante varios meses, quedando
garantizada su estadía en la
Cárcel del Fin del Mundo, en Ushuaia.
Ocho
personas fueron sus víctimas. Dionisio, Miguel, Julia, María Ana, Sarita y
Cecilia fueron los familiares asesinados, a los que sumó a Juan Gaitán y Claudio Loiza, dos peones a los que
trató de culpar de los crímenes. Los escenarios fueron “El Trébol” y “La Buena Suerte ” y sólo
dos criaturas sobrevivieron, María Ercilia Gaitán, de 6 años
(quien, según la coartada de Mateo Banks, era ilógico que fuese víctima de su
propio padre) y Anita Banks, de 5 años, quien irremediablemente debía heredar a
su padre Dionisio (ya que su madre Sara Kearney Keena de Banks estaba internada
por insania en el Hospital Psiquiátrico “Alejandro Korn” de Melchor Romero de
Buenos Aires y no podía ser “eliminada”), pudiendo, con suerte, convertirse
Mateo en su tutor. El asesino las encerró en su habitación dejándoles,
piadosamente, un poco de galleta y agua, para que “no murieran de hambre” (como dijera Mateo en el juicio).
Un alto en el
relato merece el destino de Anita, quien fuera adoptada por un matrimonio sin
hijos de Azul, mudándose la familia a Bahía Blanca a causa del acoso
periodístico y popular. Años más tarde ella contrajo matrimonio y tuvo dos hijos
(de quienes preservamos sus datos), falleciendo hace una década
aproximadamente. Por otra parte, su tía Catalina Banks de Moser, única
sobreviviente de los hermanos Banks (ya que se encontraba residiendo en Buenos
Aires), regresó a nuestra ciudad para iniciar los trámites sucesorios.
“Mateocho”
fue el triste mote con el que se lo nombró a Mateo Banks en Azul desde
entonces, mientras que en la
Cárcel del Fin del Mundo lo apodaron “El Místico”, ya que
rezaba y leía la Biblia
permanentemente en voz alta dentro de su calabozo.
En
1942 fue trasladado a la Penitenciaria Nacional –debido a su avanzada
edad-, y finalmente en 1949 recuperó la libertad gracias a su “excelente
comportamiento”, ya que en toda su vida carcelaria sólo fue víctima de una
simple amonestación. Durante su reclusión, el mismísimo Director del Penal le
prestaba su oficina para que pudiera dar entrevistas cómodamente a distintos
periodistas.
Algunos
aseguran que intentó volver a Azul, aunque la gente lo reconoció y, debido al
odio popular que se había ganado, debió huir. Su siguiente destino fue
Olavarría donde buscó a su esposa e hijos, pero no los halló. Ella había
solicitado la nulidad del matrimonio y el cambio de apellido de sus hijos, ni
bien supo de las atrocidades cometidas por su marido.
Aunque
se dice que convivió con su hijo mayor Mateo Francisco, la única certeza es
su final. En 1949, bajo el seudónimo de Eduardo Morgan, Mateo Banks, alquiló
una habitación en una pensión “de medio
pelo” en la calle Ramón Falcón al 2178 en el barrio de Flores. La misma
noche que ocupó el lugar cerró la puerta del baño con llave y, al entrar a la
bañera, pisó el jabón y resbaló, muriendo desnucado a los 77 años.
Quizá
el destino sea el que dice una popular canción: “
Mateo Banks
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