Entre todos
los Santos, nuestro Patrono
Por Eduardo
Agüero Mielhuerry
El religioso
franciscano Fray Hipólito Castañón, arribado con la caravana fundadora, fue el
primer Capellán de la modesta iglesia rancho construida frente a la Plaza del
pueblo del Azul. Castañón fue brutalmente asesinado y lo sucedieron los padres Manuel
del Carmen Roguer y Pablo Conget. A uno de ellos el
fuerte le debe haber sido denominado “Fuerte San Serapio Mártir del Arroyo Azul”.
El 20 de agosto
de 1834, el gobierno de Buenos Aires procedió al nombramiento del sacerdote Pablo
Conget para la parroquia del Fuerte del Arroyo Azul: “Impuesto el Gobierno de haber quedado
vacante la capellanía Castrense del Arroyo Azul, por ausencia del Pbro. Manuel
del Carmen Roguer que la desempeñaba, ha tenido a bien aprobar la propuesta que
hace el D. Provisor, en la persona del Pbro. Pablo Conget para que la
sirva...”.
Según la mayoría
de los autores, el Padre Conget fue quien puso bajo la advocación de San
Serapio al incipiente poblado del Azul, al ser él mercedario como el
mártir. Sin embargo, un documento pone en duda lo dicho ya que, el Sacerdote
fue nombrado Capellán castrense del Fuerte en agosto de 1834; empero una carta
fechada el 22 de julio del mismo año notifica que el ministro de guerra y
marina, general Tomás Guido, informaba al Ministro Secretario de Hacienda
dándole cuenta que los sueldos asignados al brigadier general Juan Manuel de
Rosas por su campaña de 1833-1834, fueron donados por éste a beneficio del “…Pueblo
Azul de San Serapio Mártir”.
Esto lleva a
pensar que fue entonces el Padre Roguer quien impuso la
advocación al Santo Mercedario. O tal vez haya sido el mismo coronel Pedro
Burgos tal y como afirma -sin más sustentos- la disposición de
imposición de nombre a la calle… O algún otro… Una incertidumbre más en éste
Azul donde nada es lo que parece…
Las imágenes de nuestros Patronos en la
Catedral
El
primer Libro de Bautismos de la
Parroquia de Azul, iniciado por el Padre Manuel del Carmen Roguer, comienza llamando a ésta, “Parroquia de Nuestra Señora del
Rosario”. No hay demasiados motivos que expliquen la elección de la
Virgen del Rosario como Patrona de la población, salvo que según la tradición
europea era considerada la protectora de “las
causas de la civilización contra la barbarie”.
Allá por 1863,
el Cura Párroco Pbro. Eduardo Martini, en ocasión de la
inauguración del nuevo templo de Azul (que finalmente se demolió en 1899),
entronó la imagen de Nuestra Señora del Rosario, traída
especialmente desde Italia. La misma -que actualmente preside el Altar Mayor de la
Catedral-, es una imagen de madera maciza, de una dureza especial, policromada,
tallada en una única pieza, a la cual, se le agregó una bella corona de plata y
oro (la cual tiene grabados la fecha “20
de mayo de 1865” y el nombre “José
Zabala”, seguramente el donante).
En su visita a
nuestro pueblo en 1873, considerando que San Serapio era el segundo Patrono del
Azul, el Arzobispo de Buenos Aires, Monseñor León Federico Aneiros,
recomendó la colocación de una imagen del Santo en el Altar del templo por
entonces existente. Sin embargo, recién el 24 de mayo de 1921, el doctor Agustín
J. Carús y el señor Mariano Berdiñas donaron la imagen
que fue emplazada en el nicho a la derecha del Altar Mayor de la actual
Catedral Nuestra Señora del Rosario.
Uno de los
tantos vitrales que posee la Iglesia Catedral Nuestra Señora del Rosario,
donado en este caso por el “Apostolado de la Oración”,
representa a San Serapio con su manto mercedario, una palma en su siniestra y
una cadena rota en su diestra, atributos de su martirio.
Comenzando
un largo peregrinaje
Serapio Scott
nació en Londres en el año 1178. Su padre fue Rolando de Escocia, de la
noble casa de los Escotos y deudo del rey escocés Guillermo, y su madre -de la
que no se sabe su nombre-, perteneció a la aristocracia inglesa.
Fue educado en
las más rancias tradiciones católicas y siempre prevaleció en él un enorme espíritu
de caridad y de excelentes virtudes.
Cuando joven,
siempre gustaba de la soledad y de la vida retirada, aunque no negaba su pasión
por la vida caballeresca, empero siempre con un toque cristiano, es decir,
pelear y defender la honra de Dios y de la Santa Iglesia.
De manera muy
rigurosa, “casi inhumanamente”, practicaba ayunos y abstinencias.
Hacia 1189, se convocó
la tercera Cruzada contra los moros y Rolando, el padre de Serapio, participó
de la misma en compañía del rey Ricardo Corazón de León y del rey Felipe
II de Francia.
Serapio acompañó
a su padre en la cruzada y con su buen corazón y buenos sentimientos, fue
depurando y enfervorizando los corazones y la inteligencia de los soldados,
pues por estar en guerra muchas veces eran otros intereses los que los guiaban
y olvidaban el fin principal de la batalla de las cruzadas, que era el “dar Gloria a Dios” y devolver a los
cristianos aquellos lugares santos que habían sido usurpados por los herejes.
Asistió
al sitio y rendición de Tolemaida y otras muchas plazas,
venciendo y triunfando valerosamente. En la célebre batalla de Assur
dio singulares muestras, no sólo de su heroico valor destruyendo y poniendo en
precipitada fuga a un sinnúmero de sarracenos y turcos del formidable ejército
de Saladino. Así también dio muestra de su gran piedad consolando y socorriendo
a tantos cautivos que lloraban su dura esclavitud.
Serapio no
escatimó esfuerzos en iniciar la conversión de muchos musulmanes,
incluso era admirado entre ellos por ser tan joven y ser tan devoto y celoso
propagador de la fe.
Por aquellos
años inició a socorrer a los cautivos cristianos redimidos de manos árabes y
los atendió y socorrió con notable caridad. A su vez, por una dádiva especial se le
permitió portar el uniforme militar y ser considerado como tal, siendo
muy observante de las reglas del ejército y mostrándose noble y cariñoso con
los “infieles” y con los cristianos necesitados.
En 1191, cuando
el rey Ricardo, Rolando y Serapio, regresaban a Londres, fueron hechos prisioneros
por manos del Duque de Austria, Leopoldo V “el Virtuoso”.
El rey Ricardo,
que fue liberado al año siguiente, prometió enviar el pago del rescate por
Rolando y Serapio, pero el mismo nunca llegó y ambos permanecieron encarcelados
por varios años.
En ese tiempo, Serapio
se enteró que su madre había fallecido y se dice que postrándose en tierra lo
único que se le oyó decir fue: “Bendito
seas Señor”.
En el periodo que
permaneció en la cárcel, Serapio sufrió indecibles atropellos por causa de ser
inglés y noble, siempre hostigado y mal tratado por ser casi un asceta.
Tal vez por
necesidad, tal vez por propia convicción, aprendió a mortificar su vida aún más
de lo que ya lo había hecho, siendo aún más vigilante del ayuno y del silencio,
pero con esa lozanía y frescura del Evangelio, pues siempre su trato fue
el mismo: afable, amable y cortés.
Pasado el
tiempo, Leopoldo, hijo del Duque de Austria, pidió a su padre que le
diese la libertad a Serapio -con quien había entablado un estrecho vínculo- y
lo pusiese en su corte, bajo su cuidado.
En la corte era
desinteresado, siempre de trato Nobilísimo, en pocas palabras, se notaba su
regia estirpe y buen gusto, lo cual le valió la admiración de Leopoldo y su
sincera amistad. Así, Serapio pasó de ser rehén a ser el mejor amigo y consejero
de la corte del futuro duque de Austria.
Repentinamente, Serapio
regresó al calabozo, debido a que el padre de Leopoldo, harto de que el rey
Ricardo no pagara el rescate de los rehenes decidió regresarlos a prisión, pero
de un modo más humillante y con miras a matarlos si no era saldada la deuda.
Allí permaneció
Serapio hasta la muerte del Duque de Austria, y una vez fallecido, Leopoldo lo
liberó y lo nombró Consejero Real, siendo para él una gran oportunidad de
moralizar la corte, haciéndolo así y siendo ejemplo de cortesano.
Siempre daba
consejos que buscaban el bien común, más no dudaba en enfrentarse con los
enemigos de la fe y hacer la guerra, pues solía decir al Duque: “ningún
rey tiene trono, dónde Dios no tiene Altar”, y así luchó hasta el
cansancio por cristianizar los lugares de infieles y combatir las herejías.
Por la conversión de los infieles…
Animado con sus
nobles ideales de dar Gloria a Dios, dejó Austria y fue a España para combatir
contra los musulmanes que sometían a los cristianos cautivos.
En 1212 acompañó
al rey de Castilla Alfonso VIII “el Bueno” a luchar contra los infieles, logrando
recuperar territorio y liberar a cristianos cautivos. Siendo un gran
recomendado del Duque de Austria, mereció ser parte del consejo del rey de
Castilla y vivir de nuevo en otro palacio y en otra corte.
A la muerte del
rey, el 6 de octubre de 1214, Serapio se retiró a vivir en la casa del Obispo
de Burgos y se entregó de lleno a la vida espiritual, cosa que
complementaba yendo regularmente al hospital de Burgos para consolar, auxiliar,
dar limosna y animar a los enfermos e instruirlos en la fe.
Su largo retiro
fue interrumpido cuando el Duque de Austria lo llamó para ir de nuevo a combatir
contra los moros en el año 1217, más antes de partir, la reina Doña Berenguela
le dio expresa orden de regresar con la comitiva de la Princesa Beatriz, que iba
a desposarse con Fernando III.
En 1222, por
mandato real fue el principal miembro de la comitiva que llevaba a Leonor
de Castilla a desposarse con Jaime I de Aragón y allí se
estableció en la corte de Don Jaime.
Por aquellos años
corría por toda España la fama de Santidad y milagros que obraba el Patriarca de
los Cautivos, el Redentor Admirable, el Hijo Predilecto de María Santísima de
la Merced, Pedro Nolasco; quien en 1218 había fundado la Orden
de la Merced.
Serapio que ya
había oído de Pedro Nolasco, pues en las cruzadas era siempre el primero en ser
nombrado, deseaba desde tiempo atrás conocerle, más nunca se había concretado
ese encuentro, hasta esa fecha memorable.
En 1222, en la
ciudad de Daroca, cuando Pedro Nolasco había ido a pedir limosna para los
cautivos cristianos, conoció a Serapio, siendo éste un enviado especial de Jaime
I para auxiliar a Nolasco.
A los pocos
días, cuando Serapio no hallaba ya contento en la vida de la Corte y pedía a
Dios una señal de su voluntad, recibió de su amigo Pedro Nolasco unas palabras
“casi Divinas”, y las recibió con lágrimas en los ojos y el corazón incendiado
de caridad, le dijo: “Dios, hijo mío,
quiere que abraces el estado religioso en la Orden de su Madre, María de la
Merced”. Y desde ese momento, Serapio, dejó todo y a todos y siguió al
Sacratísimo Patriarca Nolasco.
Los
religiosos mercedarios, según reza la tradición, pronunciaban tres votos: castidad,
obediencia
y pobreza,
a los que Serapio sumó un cuarto voto de “redención o de sangre”, que lo
comprometía a dar su vida a cambio del rescate de los cautivos en peligro de
perder su fe.
En el mes de
abril de 1222, llegó a los portones del Monasterio de la Merced de Barcelona un
Nobilísimo Caballero que pedía cobijo bajo el Inmaculado Escapulario de Nuestra
Madre de la Merced y a la Sombra Milagrosa del Patriarca de los Redentores,
Pedro Nolasco; ese era el gran Serapio Scott, noble de trato y de linaje,
consejero de reyes, militar de vida y Mercedario de corazón que quería ir por
los caminos de Dios cual pobre fraile.
Con el bordón de
peregrino recorrió Egipto, Siria, Italia, Alemania y Francia, y cambió la cota
de malla por el hábito de la Merced.
Prontamente notaron
sus virtudes, siendo su maestro Fray Bernardo de Corbera, y a su vez
siendo Serapio el primer maestro de novicios, después del Patriarca Nolasco.
Contaba con 44
años de edad y aunque era modelo de religiosos, se dedicó al servicio de todos
los demás. Así pasó los dieciocho años de su vida religiosa. Mientras tanto
llegaban al monasterio turbas interminables de cautivos redimidos por los
Mercedarios y él, siendo novicio, no pudo hacer otra cosa que tratarlos con la
insuperable dulzura que lo distinguía y su caridad paternal que socorría a los
más necesitados.
Así la Galia
Narbonense, Aragón, Cataluña y Castilla vieron con asombro al hijo de reyes, y
consejero de solios, vestido de rudo sayal, parado a las puertas de las casas
regias solicitando humildemente limosnas para sus amados cautivos, y también
solicitando algo de alimento para sus hermanos frailes.
Viajaba siempre
a pie, un pan era su alimento, y el duro suelo de cualquier lugar su cama.
La suma
austeridad de su vida convenció tanto que logró atraer a la vida religiosa
Mercedaria a muchos y también a múltiples benefactores para la obra de María
Santísima de la Merced y del gran Nolasco.
Serapio tenía un
don curioso por saber quién vivía en pecado y era casi impenitente, por lo cual
cuando pedía limosna, no dudaba en dar consejos, a veces fuertes, pero con
mucha delicadeza y caridad.
Y sucedió que
una vez al pedir limosna, conoció a unos hombres y mujeres de vida licenciosa,
y por aconsejarles que abandonaran esa vida, recibió una golpiza que
mancho de sangre su hábito y le dejó la cara amoratada. Él quiso ocultar sus
golpes, pero al no poder hacerlo, tuvo que hablar de lo que había pasado. Sin
embargo, antes de terminar, sus agresores confesaron a los frailes su mala
acción y pidieron perdón públicamente…
Otro caso
parecido sucedió con un joven que por vivir en las pasiones, al ser aconsejado
por Serapio, le respondió abofeteándolo públicamente. Las autoridades detuvieron
al joven, empero cuando lo iban a castigar, Serapio intervino en el juicio y
dijo: “Dejadme a mí ser el juez de éste
mi caso”; obtenido el permiso, decretó la sentencia: “…pido que a éste joven se le condene, en castigo de su culpa, a la
vergüenza de recibir de mí un estrechísimo abrazo”.
Liberando cautivos…
En el año de
1229, siendo Serapio fraile profeso, partió para Argel en compañía de su
gran amigo Ramón Nonato, quien también pertenecía a la Orden, para redimir
cautivos cristianos en tierras africanas.
Al llegar a las
playas de aquél lugar fueron recibidos con un desprecio tal que fueron llevados
con insultos al lugar donde yacían los cautivos. Y allí fue dónde Serapio y
Ramón libertaron a precio y peso de oro (peso de oro significa que lo que pesara
el cautivo, era lo que se debía pagar por él en oro) a más de 150 esclavos
cristianos, quienes eran esperados en España por Pedro Nolasco, a quien eran
presentados en su Templo y después eran rehabilitados en su hospital.
En 1232, juntamente
con Ramón Nonato, regresó Serapio a tierras de Argel a redimir más de doscientos
veinte cautivos, y a devolverlos a sus familias.
Poco después,
Serapio fue enviado por Pedro Nolasco a Inglaterra, Escocia e Irlanda
a fundar nuevos conventos de la Orden, a corregir herejías e ilustrar en la fe.
Allí obró
grandes milagros y curaciones, pero por su humildad siempre huyó de las
alabanzas y loores de la gente; pero su celo por los cautivos lo llevó en 1240
a redimir otros casi cien cautivos a precio y peso de oro, de las cárceles de Murcia
con su compañero Fray Pedro de Castellón.
Por aquellos
años ya habían recibido la palma del Martirio muchos Santos Mercedarios, entre
ellos Raimundo de Blanes, Protomártir de la Orden y el Beato Diego de Soto,
martirizados horriblemente en Granada por la Fe en Jesucristo, además nacía en
Barcelona la Santísima Fundadora de las Monjas Mercedarias de Clausura, María
de Cervellón.
Ante esto, Serapio
volvió a pedir a Dios y a María la gracia del Martirio, y ésta vez, su oráculo
Divino, Ramón Nonato, le dijo: “¡Gozaos
hermano mío, Dios os ha escuchado, de ésta Redención ya no regresarás!”.
Así, avanzaron
hasta frente al altar Serapio y el que sería su último compañero, y escucharon
de Pedro Nolasco unas palabras: “Vais
hijos míos, a cumplir la promesa hecha a Dios y a su Madre Santísima, aquí en
éste altar, de Redimir a los cristianos cautivos a costa de su propia vida, y
de quedaros en rehenes en lugar de ellos.
Sabed
que es Cristo quien os envía cual corderos entre lobos, no temáis, no os
amedrente el que por su poder puede quitarles la vida, más nunca sus almas.
No
os preocupéis cuando os lleven ante los jueces, mirad que Dios vela por sus
Siervos, y vosotros lleváis el nombre más honroso que existe, el de Redentores.
Revestíos
de Caridad, misericordia y paciencia para desempeñar su misión, y mientras mi
Corazón de Padre queda transido de dolor, id ya con mis hermanos cautivos y
anunciadles la buena nueva de la Redención.
Que
el Dios omnipotente guíe vuestros pasos por el camino de la paz y de la
felicidad, y que el Arcángel San Rafael os acompañe para que volváis con salud,
paz y gozo a la dulce compañía de vuestros hermanos.”.
Al decir esto,
Serapio y su compañero se levantaron del suelo y dijeron: “Procedamos en Paz”, y Pedro Nolasco les dijo: “Si, hijos míos, y el Señor sea en vuestro camino y su ángel vaya en
vuestra compañía”.
Así partió para
tierras de moros, dónde al llegar encontró la misma mala cara y malos tratos de
las veces anteriores, más no obstante logró redimir a casi noventa cautivos.
En el último rescate
que intentó con su compañero redentor Berengario de Bañeres, Serapio debió
permanecer como rehén por algunos cautivos en peligro de renunciar a su fe.
Todo se había
encaminado correctamente y estaba por embarcarse de nuevo a España, cuando
salió a su encuentro un grupo de cautivos que le dijeron: “Redímenos padre, que ya no podemos sufrir más y estamos resueltos a
renegar de la fe”. Eso solo bastó para que dijera Serapio: “Salgan todos, que yo me quedaré en cautiverio
por ellos”, y así fue, mientras regresaban a España los cautivos, él se
quedó de rehén.
El otro redentor
viajó rápidamente a Barcelona para buscar el dinero del rescate. Pedro Nolasco,
que estaba en Montpellier en el momento, escribió una carta urgente a su
teniente Guillermo de Bas pidiéndole que notificara a todos los
monasterios para recoger limosnas y enviarlas inmediatamente a Argel.
Sin pausa,
Serapio predicó a Jesucristo en medio de la turba musulmana que sin dudarlo
preparó un castigo ejemplar para aquél que de ser príncipe, quiso ser esclavo
por los cautivos.
Al enterarse el rey
Selín
Benimarín de lo sucedido, lo mandó a comparecer a Serapio, pero éste no
se estremeció ni se perturbó, mientras que el rey lo alagaba y lo
trataba de persuadir para que abjurase. Sin embargo, al no lograrlo, se
enfureció y mandó a azotar bárbaramente a Serapio, y a untarle sus heridas con sal y
vinagre, y después dejarlo encadenado y sin comer por varios días.
En su afán de predicar
a Cristo, sin importarle los padecimientos, Serapio siguió adelante. Pasaron
los días y en medio de azotes, hambre y demás, siguió predicando al punto que
irritó demasiado al rey, quien planeó un castigo ejemplar para él.
Mandó a plantar una
cruz en forma de “X” en medio de la plaza, con la intención de martirizar en
ella a Serapio. Sin embargo, él, al verla exclamó: “¡Oh Dulce y precioso leño!, ¡perfecta imagen de Aquél en que murió mi
amado Jesús!, por Ti espero subir a la Bienaventuranza.”.
Fue atado con cadenas
y cordeles muy finos e inmediatamente fue empezado a azotar, siguiendo con el
martirio de enterrarle puntas candentes entre las uñas y la carne de manos y
pies; luego rasgaron la carne viva de su abdomen con garfios e inmediatamente
le trozaron una a una sus articulaciones, y le hicieron un orificio en el estómago
para sacarle metro por metro los intestinos. Finalmente lo decapitaron y
destazaron su cuerpo para arrojar sus restos al mar. Era el 14 de
noviembre de 1240.
Se asegura que
poco antes de morir exclamó en medio de sus tormentos: “Señor, por estos tormentos que gustoso padezco por vuestro amor, os
suplico que tengáis piedad de todos aquellos que se hallaren en alguna dolorosa
aflicción”.
Glorificación
La Iglesia
Católica afirma que fueron innumerables los prodigios
que por intercesión del Santo mártir obró Dios, ya en su vida como después de su
muerte, incluyendo la milagrosa resurrección de dos niños.
Por muchos siglos de continuada
veneración de los fieles al Santo, de las declaraciones y sentencias dadas y
promulgadas por los ordinarios de Gerona y Barcelona, y de las piadosas
súplicas del católico monarca de España, Felipe V, ruegos repetidos de
diferentes cardenales, instancias continuas de los arzobispos y obispos de
España, y peticiones humildes de toda la Religión mercedaria, el Papa
Benedicto XIII, con su bula dada en Roma a 14 de Abril de 1728, se
dignó a aprobar y confirmar dichas sentencias, y declaró el referido culto
inmemorial del Santo.
Fue
canonizado por el Papa Benedicto XIV en 1743 e inscripto en
el catálogo de los santos.
La Iglesia y la
Orden de la Merced lo veneran el día 14 de noviembre de cada año, cuando se bendice el “Aceite de San Serapio”,
que es para los enfermos y con el cual se han obrado grandes milagros (el hecho
de usar aceite bendito en su honor se deriva del martirio que padeció de ser
untado con sal y vinagre). Por lo dicho, San
Serapio es considerado el “Abogado de la Salud”.
En su visita a nuestro pueblo en 1873, Monseñor
León Federico Aneiros, recomendó la colocación de una imagen del Santo en el
Altar del templo. Sin embargo, recién el 24 de mayo de 1921, el doctor Agustín
J. Carús y el señor Mariano Berdiñas donaron la imagen que fue emplazada en el
nicho a la derecha del Altar Mayor de la actual Catedral.
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